Convertirse en un hombre sin mujer es muy sencillo: basta con amar locamente a una mujer y que luego ella se marche a alguna parte. En la mayoría de los casos (como bien sabrás), son taimados marineros quienes se las llevan. Las seducen con su labia y las embarcan deprisa hacia Marsella o Costa de Marfil. Prácticamente nada podemos hacer frente a ello. También es posible que ellas mismas acaben quitándose la vida, sin haberse relacionado con ningún marinero. Frente a eso tampoco podemos hacer nada. Ni siquiera los marineros pueden.
Sea como fuere, así es como te conviertes en un hombre sin
mujer. Todo sucede en un abrir y cerrar de ojos. Y una vez convertido en hombre
sin mujer, el color de la soledad va tiñendo hasta lo más hondo de tu cuerpo. Como
una mancha de vino que se derrama sobre una alfombra de tonos claros. No importa
cuán amplios sean tus conocimientos en labores domésticas, porque eliminar esa
mancha será una tarea terriblemente ardua. Quizá el color se vuelva desvaído
con el tiempo, pero probablemente la mancha permanecerá hasta que exhales el
último suspiro. Es una mancha cualificada y, como tal, también tendrá derecho a
manifestarse en público de vez en cuando. No te quedará más remedio que vivir
con la suave transición de su color y con su contorno polisémico.
En este mundo, todo suena de distinta manera. La forma de
tener sed es distinta. El modo en que el pelo crece es distinto. La manera de
atenderte de los empleados de Sturbucks es distinta. Los solos de Clifford
Brown también suenas distintos. La puerta del metro se abre de forma distinta. Incluso
la distancia que hay caminando desde Omotesandō y Aoyama-itchōme es bastante
distinta. Aunque más tarde conozcas a otra mujer, y por muy estupenda que esta
sea (de hecho, cuanto más estupenda, peor), empiezas a pensar que la perderás
desde el mismo instante en que la conoces. La sombra evocadora de los
marineros, el timbre de las lenguas extranjeras en sus bocas (¿griego?,
¿estonio?, ¿tagalo?) te pondrán nervioso. Todos los hombres exóticos de los
puertos del mundo te harán temblar. Porque ya sabes qué se siente al ser un
hombre sin mujer. Tú eres una alfombra persa de tonos claros, y la soledad, la
mancha del Burdeos que nunca se eliminará. La soledad la traen de Francia, y el
dolor de la herida, de Oriente. Para los hombres sin mujeres, el mundo es una
mezcolanza vasta e intensa, es la otra cara de la Luna en su totalidad.
(Haruki Murakami. Hombres
sin mujeres. Traducción de Gabriel Álvarez Martínez. Barcelona, Tusquets,
2015)
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