Subí de nuevo al tejado, corriendo como si huyera de alguien,
y me dejé caer al suelo. Levantando la vista al cielo oscuro, cubierto de nubes
de lluvia, no sentí ira ni repugnancia, ni tampoco tristeza; sólo un miedo
horrible. No era el temor que podrían inspirar los fantasmas de un cementerio
sino más bien el de encontrarse con un dios vestido de blanco en el bosque de
cipreses de un santuario sintoísta; uno de los terribles miedos ancestrales que
pueden describirse con pocas palabras. A partir de esa noche, me salieron las
primeras canas prematuras. Perdí por completo la seguridad en mí mismo,
aumentaron mis sospechas hacia el ser humano hasta profundidades
inconmensurables, y se destruyeron para siempre todas las esperanzas, toda la
alegría y toda la simpatía hacia las personas. De hecho, lo acontecido aquella
noche fue decisivo en mi vida. Se me había abierto un tajo entre las cejas, y,
a partir de entonces, esta herida me dolía cada vez que tenía que tratar con un
ser humano.
(Osamu Dazai. Indigno de
ser humano. Traducción de Montse Watkins. Barcelona, Salajín editores, col.
al margen, 4, 2015, 4ª edición)
En mi existencia ya no
existe la felicidad o el sufrimiento. Todo pasa. Esa es la única verdad en toda
mi vida, transcurrida en el interminable infierno de la sociedad humana. Todo pasa.
(Osamu Dazai)
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