Weidmann
se presentó ante vosotros en una edición de las cinco, con la cabeza envuelta
en vendas blancas, monja y también aviador herido, caído en medio de un campo
de centeno, un día de septiembre semejante a aquel en que se conoció el nombre
de Santa María de las Flores. Su hermoso rostro multiplicado por las máquinas
cayó sobre París y sobre Francia, en el más recóndito de los pueblos perdidos,
en palacios y en cabañas, revelando a los burgueses entristecidos que su vida
cotidiana la rozan de cerca asesinos encantadores que han ascendido
solapadamente hasta su sueño, sueño que van a atravesar, por alguna escalera de
servicio que, convertida en su cómplice, no ha chirriado. Al pie de su imagen,
estallaban de aurora sus crímenes: asesinato uno, asesinato tres y hasta seis,
decían su gloria secreta y preparaban su gloria venidera.
Un
poco antes, el negro Ange Soleil había matado a su amante.
Un
poco después, el soldado Maurice Pilorge asesinaba a su amante Escudero para
robarle algo menos de mil francos, y a continuación le cortaban el cuello por
su vigésimo cumpleaños, mientras, lo recordáis, esbozaba un palmo de narices al
verdugo furioso.
En
fin, un alférez de navío, aún niño, traicionaba por traicionar: lo fusilaron. Y en
honor de los crímenes de todos ellos escribo este libro.
(Jean
Genet. Santa María de las Flores. Versión
castellana de Teresa Gallego Urrutia y María Isabel Reverte Cejudo. Madrid,
Debate, 1981)
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