En lo que a mí respecta, los últimos años de la era
posmoderna han acabado pareciéndose un poco a cómo te sientes cuando estás en
el instituto y tus padres se van de viaje y das una fiesta. Traes a todos tus
amigos y das una fiesta salvaje, repugnante y fantástica. Durante un rato es
genial ser libre y liberar, desaparecida y derrocada la autoridad parental, un
goce dionisíaco tipo “el gato se ha ido, divirtámonos”. Pero después pasa el
tiempo y la fiesta sube de volumen y se te acaban las drogas y nadie tiene
dinero para comprar más, y empiezan a romperse y a volcarse cosas, y hay un
cigarrillo encendido sobre el sofá, y tú eres el anfitrión y también es tu
casa, y poco a poco empiezas a desear que tus padres vuelvan y restauren algún
jodido orden en tu casa. No es una analogía perfecta, pero lo que percibo en mi
generación de escritores e intelectuales o lo que sea es que son las 3:00 a.m.
y el sofá tiene varios agujeros por quemaduras y alguien ha vomitado en el
paragüero y estamos deseosos de que el disfrute se termine. La labor parricida
de los fundadores posmodernos fue magnífica, pero el parricidio produce
huérfanos, y no hay jolgorio suficiente que pueda compensar el hecho de que los
escritores de mi edad hemos sido huérfanos literarios a lo largo de nuestros
años de aprendizaje. En cierto modo sentimos el deseo de que algunos padres
vuelvan. Y por supuesto nos inquieta el hecho de que deseemos que vuelvan.
Quiero decir, ¿qué nos pasa? ¿Somos una panda de nenazas? ¿De verdad necesitamos
autoridad y límites? Y, claro, la sensación más inquietante de todas es que
gradualmente comenzamos a darnos cuenta de que, a decir verdad, esos padres no
van a volver nunca. Lo que implica que nosotros vamos a tener que ser los
padres.
(David
Foster Wallace, en Stephen J. Burn (ed.). Conversaciones
con David Foster Wallace. Traducción
de José Luis Amores. Málaga, Pálido Fuego, 2012. Imagen: Believe
Anything, de Barbara Kruger)