martes, 7 de octubre de 2014

Libido


Es verdad que hay muchas clases de libido; pero, cuando se dice libido a secas, sin más, suele casi siempre entenderse la que excita las partes sexuales del cuerpo. Y es tan fuerte, que no sólo señorea al cuerpo entero ni sólo fuera y dentro, sino que pone en juego a todo el hombre, aunando y mezclando entre sí el afecto del ánimo con el apetito carnal, produciendo de este modo la voluptuosidad, que es el mayor de los placeres corporales. Tanto es así, que, en el preciso momento en que ésta toca su colmo, se ofusca casi por completo la razón y surge la tiniebla del pensamiento. ¿Quién, amigo de la sabiduría y de los goces santos, llevando vida matrimonial, pero consciente, según el consejo del Apóstol, de que posee su vaso en santificación y honor, no en la enfermedad del deseo, como los gentiles, que desconocen a Dios, no preferiría, si le fuera posible, engendrar hijos sin esta libido? Así, en la acción generativa, los miembros destinados a la generación servirían a la mente, corno los demás, cada uno en sus funciones respectivas, se mueven bajo la acción del albedrío de la voluntad, no bajo la excitación del fuego libidinoso. Es que aun los buscadores de este placer en los goces matrimoniales o en las impurezas vergonzosas no sienten a su antojo esas conmociones. A veces ese movimiento les importuna sin quererlo y a veces les deja con el caramelo en la boca. El alma chirría por el calor de la concupiscencia, y el cuerpo tirita de frío. Y así, ¡cosa extraña!, la libido no sólo rehúsa obedecer al deseo legítimo de engendrar, sino también al apetito lascivo. Ella, que de ordinario se opone al espíritu que la enfrena, a veces se revuelve contra sí misma, y, excitado el ánimo, se niega a excitar el cuerpo.

(Agustín de Hipona. La ciudad de Dios. Libro XIV, capítulo XVI: “Sentido propio de la palabra libido”, en Obras de San Agustín. Tomo XVII. Edición bilingüe del padre José Morán Fernández. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1958, págs. 963-964)

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