En
las operaciones de gobierno la impotencia de la razón es grave porque afecta
todo lo que toca: los ciudadanos, la sociedad, la civilización. Tal fue un
problema de profunda preocupación para los griegos, fundadores del pensamiento occidental.
Eurípides, en sus últimas obras, reconoció que no era posible explicar ya el
misterio del mal moral y de la locura por simples causas externas, por la
mordida de Até, como por una araña, o por otra intervención de los dioses.
Hombres y mujeres habían de enfrentarse a ella como parte misma de su ser. Su
Medea sabe que está dominada, ella misma, por una pasión “más fuerte que mis
propósitos”. Platón, unos cincuenta años después. desesperadamente deseó que el
hombre captara y nunca volviera a soltar “el sagrado cordón dorado de la razón”,
pero también él tuvo que reconocer, a la postre, que sus congéneres estaban
anclados en la vida de los sentimientos, movidos como títeres por los hilos de
deseos y temores que les hacían danzar. Cuando el deseo no está de acuerdo con
el juicio de la razón, nos dijo, hay una enfermedad del alma, “Y cuando el alma
se opone al conocimiento, o la opinión o la razón que son sus leyes naturales,
a eso llamo locura” (Las Leyes, I, 664-645, III, 689B).
Al
tratarse del gobierno, Platón supuso que un gobernante sabio tendría más
cuidado de aquello que más amaba, es decir, de lo que mejor convenía a sus
propios intereses que serían equivalentes a los mejores intereses del Estado.
Como no confiaba en que la regla siempre gobernara como debía, Platón recomendó
un procedimiento cauteloso, de que los futuros guardianes del Estado fuesen
observados, puestos a prueba durante su periodo de madurez para asegurar que se
condujeran de acuerdo con la regla.
Con
la llegada del cristianismo, la responsabilidad personal fue devuelta a lo
externo y lo sobrenatural, a la orden de Dios y del Diablo. La razón volvió
para un brillante y breve reinado en el siglo XVIII, y desde entonces Freud nos
ha llevado de vuelta a Eurípides y el poder dominante de las fuerzas oscuras y
enterradas del alma que, no estando sujetas a la mente, no pueden ser
corregidas por buenas intenciones o una voluntad racional.
Principal
entre las fuerzas que afectan la locura política es la sed de poder, llamada
por Tácito “la más flagrante de todas las pasiones” (Anales, XV, cap.
53). Como sólo puede quedar satisfecha mediante el poder sobre los demás, el
gobierno es su campo favorito de ejercicio. Los negocios ofrecen una especie de
poder, pero sólo para quienes han triunfado y llegado a la cima, y sin el
dominio y los títulos y las alfombras rojas y escoltas de motociclistas de los
cargos públicos. Otras ocupaciones –los deportes, las ciencias, las
profesionales y las artes creadoras y representativas– ofrecen varias
satisfacciones, pero no oportunidades de poder. Pueden atraer a quienes busquen
subir de categoría, y en forma de celebridad, ofrecen veneración por las
multitudes, y limosinas y premios, pero estos son simplemente los símbolos del
poder, no su esencia. El gobierno sigue siendo la esfera principal de la locura
porque es allí donde los hombres buscan el poder sobre otros... tan sólo para
perderlo sobre ellos mismos.
(Barbara
W. Tuchman. La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya
hasta Vietnam. México, FCE,
1989)
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