lunes, 14 de enero de 2013

Amar



Lloraba, cantaba, gestos clandestinos. A través de los libros de mi padre aprendía a conocer a los adultos por dentro. No eran los gigantes que pretendían creerse. Eran vulnerables, criminales, patéticos y previsibles. Podía anticipar sus gestos; a los diez años era un mecánico del artefacto adulto. Sabía desmontarlo y volver a montarlo.

Más lamentaba la distancia entre sus frases y las cosas. Decían, aunque sólo a sí mismos, palabras que no mantenían. Mantener: a los diez años era mi verbo preferido. Entrañaba la promesa de tener de la mano, mantener. Lo echaba de menos. A papá, en la ciudad, le molestaba cogerme de la mano, en la calle no quería, si yo lo intentaba se zafaba metiéndosela en el bolsillo. Era un rechazo que me enseñaba a estar en mi sitio. Lo entendía porque leía sus libros y sabía los nervios y los pensamientos que estaban a espaldas delos gestos.

Conocía a los adultos, excepto un verbo que ellos exageraban en agigantar: amar. Me fastidiaba su uso. En aquel primer curso, el estudio de la gramática latina lo empleaba como ejemplo de la primera conjugación, con el infinitivo en –are. Recitábamos tiempos y modos del amar latino. Era una golosina obligatoria para mí, indiferente a las pastelerías. Lo que más me irritaba era el imperativo: ama.

En el ápice del verbo los adultos se casaban, o bien se mataban. Era responsabilidad del verbo amar el matrimonio de mis padres. Junto a mi hermana, éramos un efecto, una de las extravagantes consecuencias de la conjugación. A causa de aquel verbo se peleaban, permanecían callados en la mesa, se oía el ruido del masticar.

En los libros había un tráfico denso alrededor del verbo amar. Como lector, lo consideraba un ingrediente de las historias, que encajaba tan bien como un viaje, un delito, una isla, una fiera. Los adultos exageraban con aquella antigüedad monumental, tomada tal cual del latín. El odio sí, eso lo entendía, era un contagio de nervios tensados hasta el punto de ruptura. La ciudad se tragaba el odio, se lo intercambiaba con los buenos días del griterío y de cuchillos, se lo jugaba a la lotería. No era el de ahora, azuzado contra los peregrinos del sur, meridionales, gitanos, africanos. Era odio de mortificaciones, de pisoteados en casa y apestados en el extranjero. Aquel odio añadía vinagre a las lágrimas.

A mi alrededor no veía y no conocía ese verbo amar. Acababa de leerme el Quijote entero y lo había confirmado. Dulcinea era leche cuajada en el cerebro del caballero heroico. No era dama y se llamaba Aldonza. Supe después que para los lectores era un libro divertido. Yo me lo tomaba al pie de la letra y me hacían llorar de rabia las palizas que tenía que recibir en cada capítulo.

Sus cincuenta años intrépidos y resecos eran para mí, en aquel tiempo, la edad de cornisa para quien roza el abismo como sonámbulo. Temía por Quijote de un capítulo a otro. Precisamente mi malicia de lector me serenaba: al libro le quedaban páginas por delante a centenares, no podía morir en las primeras. Me provocaba lágrimas de rabia ese escritor que abollaba a golpes a su criatura. Y tras os bastonazos, las derrotas, a mayor penitencia le abría los ojos, la abertura de un momento, para dejarle ver la realidad tan miserable como era. Y, por el contrario, era él quien tenía razón, Quijote, según mis diez años: nada era lo que parecía. La evidencia era un error, por todas partes había un doble fondo y una sombra.

(Erri de Luca. Los peces no cierran los ojos. Traducción de Carlos Gumpert Melgosa. Barcelona, Seix Barral, 2012. Imagen: Sergio Larrain / Magnum Photos / Contacto).

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