No tenía sentido postergar el enfrentamiento con mi padre. Después de una noche sin apenas dormir, se lo conté todo mientras desayunábamos (salvo el nombre de Brevel y la verdadera naturaleza de mi trabajo). Me escuchó en silencio, con la cabeza gacha. Terminé de hablar. Nos quedamos mirando nuestros cafés. Y justo cuando ya pensaba que la pausa natural se estaba endureciendo para formar uno de sus arranques de cólera gélida, pasó la mano por encima de la mesa y me agarró la mía.
De niña, me fascinaban los callos
de sus dedos y de las palmas de sus manos, endurecidos por los años de meter
tipos en la imprenta y manejar sustancias químicas abrasivas. El hecho de que
formaran parte de su cuerpo pero también fueran cosas. Solía pellizcarle y
pincharle aquella piel con textura de caucho y preguntarle si sentía algo.
Invariablemente mi padre fingía no inmutarse y me decía que ni siquiera había
sentido que lo tocaba. Era la señal para que lo pellizcara más fuerte, lo más
fuerte que podía, hasta que los dedos me temblaban y se me ponían blancos del
esfuerzo. Él se limitaba a bostezar o a hacer algún comentario sobre el tiempo.
Como si allí no pasara nada.
-Esto no es lo que me había
imaginado –dijo por fin-. No estoy seguro de qué me había imaginado, pero no
era esto.
Le agarré la mano con más fuerza.
-Pero ya es hora. Eres
inteligente, y confío en tu juicio. Aunque no esté de acuerdo contigo. –Levantó
la vista y me miro a los ojos-. Ya es hora. Ya hace tiempo que es hora. Tienes
que irte.
Al decir estas palabras, él también me agarró la mano con
más fuerza y me atrajo hacia sí. Sin soltarlo, me levanté, di vuelta a la mesa
y lo abracé.
Ya sabes que siempre puedes
volver a este caos –dijo.
Pasamos el día juntos en una atmósfera de cálida melancolía. Aunque sentía que el amor por mi padre era más fuerte después de nuestra breve conversación, también es cierto que en mi presencia en el apartamento había algo desagradablemente incorpóreo, como si ahora que mi partida era inminente me hubiera vuelto bidimensional. Además, sentía la presión de cumplir lo antes posible con la petición de Bevel; y quizás por encima de todo tenía curiosidad por mi nuevo apartamento y ansia por mudarme.
(Hernán Díaz. Fortuna. Traducción de Javier Calvo.
Barcelona, Anagrama, 2023, págs. 372-373)
Me acuerdo de mi padre. Siempre decía que todo billete de dólar se había impreso en papel arrancado de la escritura de venta de un esclavo.
[Las palabras se desprenden de las cosas
Entro y salgo del sueño.
Como una aguja que sale de una tela negra
y desaparece de nuevo.
Sin enhebrar.]
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