El tiempo pasa con increíble celeridad, y si uno ha sabido enriquecer su entendimiento con lecturas sustanciosas, viajes instructivos y serenas reflexiones, al final recibe la recompensa del sabio, que consiste en comprobar que todo lo aprendido es inútil, toda experiencia es tardía y toda vida es de una vulgaridad sin paliativos. […]
-Mira, hija –prosigue la señora Mendieta-, yo ya soy muy
mayor y eso te hará pensar que no entiendo las cosas de los jóvenes porque en
mi tiempo todo era distinto y lo que no era distinto ya lo he olvidado. No te
engañes. Las cosas nunca han sido distintas, o el mundo no estaría lleno de
gente. Y he olvidado muchas cosas, pero otras las tengo presentes como si
estuvieran sucediendo en este mismo momento. Así que te voy a dar un consejo.
No me harás caso, por supuesto, pero te lo voy a dar de todos modos. Es muy
sencillo. No te fíes de los hombres. En este terreno, quiero decir. En otros
terrenos los hay buenos, malos y regulares. Pero en éste, todos van a lo mismo.
Primero te hacen creer que sólo quieren acostarse contigo, pero, en el fondo,
lo que quieren es casarse. Y si te dejas embaucar, estás perdida. Porque los
hombres, para un rato, están bien, pero como maridos, son insoportables. Yo
estuve casada un montón de años y en rigor no me puedo quejar: mi Adrià era un
santo varón; nunca me dio disgustos, siempre fue paciente y dadivoso. Ahora,
aburrido a más no poder. Me dirás que en tu caso él es distinto. Por supuesto,
todos lo son: cada uno es un desastre a su manera. Antes de conocer a mi marido
tuve un novio paranoico; luego otro que parecía normal y resultó que
coleccionaba ardillas disecadas.
(Eduardo Mendoza. Tres enigmas para la Organización. Barcelona, Seix Barral, 2024)
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