Cada hombre mata lo que ama;
algunos con una mirada amarga;
otros, con dulces palabras;
el cobarde con un beso;
el valiente con la espada.
(Oscar Wilde, Balada
de la cárcel de Reading, 19 de mayo de 1897)
Cada hombre mata lo que ama;
algunos con una mirada amarga;
otros, con dulces palabras;
el cobarde con un beso;
el valiente con la espada.
(Oscar Wilde, Balada
de la cárcel de Reading, 19 de mayo de 1897)
Antes de caer en el silencio y negarse a hablar incluso con su familia y amigos, le preguntaron a von Neumann qué sería necesario para que una computadora, o algún otro tipo de entidad mecánica, empezara a pensar y a comportarse como un ser humano.
Se tomó mucho tiempo antes de contestar, en una voz más suave que un suspiro.
Dijo que tendría que crecer, no ser construida.
Dijo que tendría que dominar el lenguaje, para leer, escribir y hablar.
Y dijo que tendría que jugar, como un niño.
(Benjamín Labatut. MANIAC. Barcelona, Anagrama, 2023)
Insistes en que hay cosas que las máquinas no pueden hacer. Si tú me dices qué es lo que no pueden hacer, yo siempre seré capaz de construir una máquina que haga exactamente eso.
(John von Neumann)
Sabíamos que el mundo ya no sería el mismo. Algunas personas rieron; otras lloraron. La mayoría permaneció en silencio. Yo recordé un pasaje de las escrituras hindúes, el Bhagavad Gita. Visnú está tratando de persuadir al príncipe para que cumpla su deber y para impresionarlo adopta su forma con múltiples brazos y dice: «Ahora me he convertido en la Muerte, la Destructora de Mundos». Supongo que todos pensamos eso, de una u otra forma.
(J. Robert Oppenheimer en una entrevista realizada para el documental The Decision to Drop the Bomb emitido por la NBC en 1965)
https://youtu.be/lb13ynu3Iac?si=qMSFqZ98vDIIEo92
No tenía sentido postergar el enfrentamiento con mi padre. Después de una noche sin apenas dormir, se lo conté todo mientras desayunábamos (salvo el nombre de Brevel y la verdadera naturaleza de mi trabajo). Me escuchó en silencio, con la cabeza gacha. Terminé de hablar. Nos quedamos mirando nuestros cafés. Y justo cuando ya pensaba que la pausa natural se estaba endureciendo para formar uno de sus arranques de cólera gélida, pasó la mano por encima de la mesa y me agarró la mía.
De niña, me fascinaban los callos
de sus dedos y de las palmas de sus manos, endurecidos por los años de meter
tipos en la imprenta y manejar sustancias químicas abrasivas. El hecho de que
formaran parte de su cuerpo pero también fueran cosas. Solía pellizcarle y
pincharle aquella piel con textura de caucho y preguntarle si sentía algo.
Invariablemente mi padre fingía no inmutarse y me decía que ni siquiera había
sentido que lo tocaba. Era la señal para que lo pellizcara más fuerte, lo más
fuerte que podía, hasta que los dedos me temblaban y se me ponían blancos del
esfuerzo. Él se limitaba a bostezar o a hacer algún comentario sobre el tiempo.
Como si allí no pasara nada.
-Esto no es lo que me había
imaginado –dijo por fin-. No estoy seguro de qué me había imaginado, pero no
era esto.
Le agarré la mano con más fuerza.
-Pero ya es hora. Eres
inteligente, y confío en tu juicio. Aunque no esté de acuerdo contigo. –Levantó
la vista y me miro a los ojos-. Ya es hora. Ya hace tiempo que es hora. Tienes
que irte.
Al decir estas palabras, él también me agarró la mano con
más fuerza y me atrajo hacia sí. Sin soltarlo, me levanté, di vuelta a la mesa
y lo abracé.
Ya sabes que siempre puedes
volver a este caos –dijo.
Pasamos el día juntos en una atmósfera de cálida melancolía. Aunque sentía que el amor por mi padre era más fuerte después de nuestra breve conversación, también es cierto que en mi presencia en el apartamento había algo desagradablemente incorpóreo, como si ahora que mi partida era inminente me hubiera vuelto bidimensional. Además, sentía la presión de cumplir lo antes posible con la petición de Bevel; y quizás por encima de todo tenía curiosidad por mi nuevo apartamento y ansia por mudarme.
(Hernán Díaz. Fortuna. Traducción de Javier Calvo.
Barcelona, Anagrama, 2023, págs. 372-373)
Me acuerdo de mi padre. Siempre decía que todo billete de dólar se había impreso en papel arrancado de la escritura de venta de un esclavo.
[Las palabras se desprenden de las cosas
Entro y salgo del sueño.
Como una aguja que sale de una tela negra
y desaparece de nuevo.
Sin enhebrar.]
El tiempo pasa con increíble celeridad, y si uno ha sabido enriquecer su entendimiento con lecturas sustanciosas, viajes instructivos y serenas reflexiones, al final recibe la recompensa del sabio, que consiste en comprobar que todo lo aprendido es inútil, toda experiencia es tardía y toda vida es de una vulgaridad sin paliativos. […]
-Mira, hija –prosigue la señora Mendieta-, yo ya soy muy
mayor y eso te hará pensar que no entiendo las cosas de los jóvenes porque en
mi tiempo todo era distinto y lo que no era distinto ya lo he olvidado. No te
engañes. Las cosas nunca han sido distintas, o el mundo no estaría lleno de
gente. Y he olvidado muchas cosas, pero otras las tengo presentes como si
estuvieran sucediendo en este mismo momento. Así que te voy a dar un consejo.
No me harás caso, por supuesto, pero te lo voy a dar de todos modos. Es muy
sencillo. No te fíes de los hombres. En este terreno, quiero decir. En otros
terrenos los hay buenos, malos y regulares. Pero en éste, todos van a lo mismo.
Primero te hacen creer que sólo quieren acostarse contigo, pero, en el fondo,
lo que quieren es casarse. Y si te dejas embaucar, estás perdida. Porque los
hombres, para un rato, están bien, pero como maridos, son insoportables. Yo
estuve casada un montón de años y en rigor no me puedo quejar: mi Adrià era un
santo varón; nunca me dio disgustos, siempre fue paciente y dadivoso. Ahora,
aburrido a más no poder. Me dirás que en tu caso él es distinto. Por supuesto,
todos lo son: cada uno es un desastre a su manera. Antes de conocer a mi marido
tuve un novio paranoico; luego otro que parecía normal y resultó que
coleccionaba ardillas disecadas.
(Eduardo Mendoza. Tres enigmas para la Organización. Barcelona, Seix Barral, 2024)