Una mañana de un día
como hoy de 1826 el químico y farmacéutico John Walker se encontraba
enredando en su botica de Stock-ton-on-Tees y accidentalmente inventó
la cerilla de fricción. John mezclaba en un cubo sulfuro de
antimonio, clorato de potasio, goma y almidón removiéndolo con un palo. Como
quedaran en uno de los extremos restos secos de esa mezcla que devendrá nauseabunda,
tóxica y explosiva, a John se le ocurrió limpiarlo frotándolo contra el suelo,
de manera tal que aquel vulgar palo se convirtió en varita mágica que trae y se
lleva la luz. John, hijo de John, humilde y discreto tal palo, permitió que
fuera otro hombre –no diremos su nombre-- el que patentara el invento…
La cerilla. Las
cerillas. La caja de cerillas.
Hay cerca de ti en este momento
una caja de cerillas
que en otro momento te salvará la vida.
Hay una caja de cerillas en casa,
en un hoyo o en la acequia,
flotando y flotando
en una de sus curvitas,
flotando y flotando
la caja de cerillas que algún día,
no lo olvides, te salvará la vida.
Salvará tu
vida
esa cajita de cerillas cósmica,
esa pedazo de caja de cerillas
que se tele-transporta de cajón
en cajón, de caja en caja
por el firmamento infinito
de las habitaciones
de las habitaciones
de los pisos
alquilados en los que fuiste
y fuiste metiendo y
metiendo,
flotando y flotando,
ese pedazo de carne
luminoso y triste
que llamas cerilla.
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