La gente de Región ha optado por olvidar su propia historia:
muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos,
de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor
y abandono. Tal vez la decadencia empieza una mañana de las postrimerías del
verano con una reunión de militares, jinetes y rastreadores dispuestos a batir
el monte en busca de un jugador de fortuna, el donjuán extranjero que una noche
de casino se levantó con su honor y su dinero; la decadencia no es más que eso,
la memoria y la polvareda de aquella cabalgata por el camino de Torce, el
frenesí de una sociedad agotada y dispuesta a creer que iba a recobrar el honor
ausente en una barranca de la Sierra, un montón de piezas de nácar y una
venganza de sangre. A partir de entonces la polvareda se transforma en pasado y
el pasado en honor: la memoria es un dedo tembloroso que unos años más tarde
descorrerá los estores agujereados de la ventana del comedor para señalar la
silueta orgullosa, temible y lejana del Monje donde, al parecer, han ido a
perderse y concentrarse todas las ilusiones adolescentes que huyeron con el
ruido de los caballos y los carruajes, que resucitan enfermas con el sonido de
los motores y el eco de los disparos, mezclado al silbido de las espadañas al
igual que en los días finales de aquella edad sin razón quedó unido al sonido
acerbo y evocativo de triángulos y xilófonos. Porque el conocimiento disimula
al tiempo que el recuerdo arde: con el zumbido del motor todo el pasado, las
figuras de una familia y una adolescencia inertes, momificadas en un gesto de
dolor tras la desaparición de los jinetes, se agita de nuevo con un mortuorio
temblor: un frailero rechina y una puerta vacila, introduciendo desde el jardín
abandonado una brisa de olor medicinal que hincha otra vez los agujereados
estores, mostrando el abandono de esa casa y el vacío de este presente en el
que, de tanto en tanto, resuena el eco de las caballerías.
(Juan Benet. Volverás a Región. Barcelona, Destino,
1967)
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