Ser
o no ser, de eso se trata:
si
para nuestro espíritu es más noble sufrir
las
pedradas y dardos de la atroz Fortuna
o
levantarse en armas contra un mar de aflicciones
y
oponiéndose a ellas darles fin.
Morir
para dormir; no más; ¿y con dormirnos
decir
que damos fin a la congoja
y
a los mil choques naturales
de
que la carne es heredera?
Es
la consumación
que
habría que anhelar devotamente:
morir
para dormir. Dormir, soñar acaso;
Sí,
ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
qué
sueños puedan visitarnos
cuando
ya hayamos desechado
el
tráfago mortal,
tiene
que darnos qué pensar.
Ésta
es la reflexión que hace
que
la calamidad tenga tan larga vida:
pues,
¿quién soportaría los azotes
y
escarnios de los tiempos, el daño del tirano,
el
desprecio del fatuo, las angustias
del
amor despechado, las largas de la Ley,
la
insolencia de aquel que posee el poder
y
las pullas que el mérito paciente
recibe
del indigno, cuando él mismo podría
dirimir
ese pleito con un simple punzón?
¿Quién
querría cargar con los fardos,
rezongar
y sudar en una vida fatigosa,
si
no es porque algo teme tras la muerte?
Esa
región no descubierta
de
cuyos límites ningún viajero
retorna
nunca, desconcierta
nuestro
albedrío, y nos inclina
a
soportar los males que tenemos
antes
que abalanzarnos a otros que no sabemos.
De
esta manera la conciencia
hace
de todos nosotros cobardes,
y
así el matiz nativo de la resolucion
se
opaca con el pálido reflejo del pensar,
y
empresas de gran miga y mucho momento
por
tal motivo tuercen sus caudales
y
dejan de llamarse acciones.
(Versión
de Tomás Segovia del monólogo hamletiano, en William Shakespeare. Hamlet. Bogotá, Editorial Norma, 2002. Imagen:
Hamlet, príncipe de Dinamarca de y
con Laurence Olivier y 1948)
En este instante
yo podría
beber sangre
caliente, y hacer cosas
tan amargas, que
el día temblaría de verlas.
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