Leyendo a Tagore pensé en esto: la lámpara, la vereda, el cántaro en el pozo, los pies descalzos, son un mundo perdido. Aquí están las bombillas eléctricas, los automóviles, el grifo del agua, los aviones de propulsión a chorro. Nadie cuenta cuentos. La televisión y el cine han sustituido a los abuelos, y toda la técnica se acerca al milagro para anunciar jabones y dentríficos.
No sé por qué camino, pero hay que llegar a esa ternura de Tagore y de toda la poesía oriental sustituyendo a la muchacha del cántaro al hombro con nuestra mecanógrafa eficiente y empobrecida. Después de todo, tenemos las mismas nubes, y las mismas estrellas, y, si nos fijamos un poco, el mismo mar.
A esta muchacha de la oficina también le gusta el amor. Y entre el fárrago de papeles que la ensucian todos los días, hay hojas de sueños en blanco que guarda cuidadosamente, recortes de ternuras a que se atreve en soledad.
Yo quiero cantar algún día esta inmensa pobreza de nuestra
vida, esta nostalgia de las cosas simples, este viaje suntuoso que hemos
emprendido hacia el mañana sin haber amado lo suficiente nuestro ayer.
Trato de escribir en la oscuridad tu nombre. Trato de escribir que te amo. Trato de decir a oscuras todo esto. No quiero que nadie se entere, que nadie me mire a las tres de la mañana paseando de un lado a otro de la estancia, loco, lleno de ti, enamorado. Iluminado, ciego, lleno de ti, derramándote. Digo tu nombre con todo el silencio de la noche, lo grita mi corazón amordazado. Repito tu nombre, vuelvo a decirlo, lo digo incansablemente, y estoy seguro que habrá de amanecer.
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