De
vez en cuando conviene preguntarse qué conservan los conservadores, porque más
allá del modelo económico liberal (del que suelen hacer alguna defensa ritual a
plazo fijo) hay un fondo común a todo conservadurismo: la defensa de un agregado
simbólico fuerte, si bien difuso, al que para abreviar llaman familia. En efecto, familia no significa habitualmente en el discurso conservador poder
y patrimonio, como significó en el pasado, sino orden contra desorden. Orden
normativo. Tampoco significa fidelidad y ayuda mutua (recordemos el conocido
apotegma de aquel aprendiz de fascista español “todos somos demócratas de la
cintura para abajo”, todos los varones se entiende), sino un agregado
jerárquico previo, natural, que es el
verdadero fundamento de la sociedad política en la que la cintura tiene muy poco que ver. La familia es el buen orden, la
jerarquía natural, el semillero de toda virtud, la sociedad sin conflictos. En
momentos delirantes el conservadurismo no ha dudado en exportar ese modelo a la
propia sociedad política concibiendo el Estado como una gran familia. Pero, incluso si no llega a esa aberración, ese
algo llamado familia (que no tiene
variedad de formas, tensiones ni historia) y sus problemas son parte de la
argumentación inercial de cualquier política conservadora.
(Amelia
Valcárcel. Sexo y filosofía: sobre “mujer” y “poder”. Presentación de Marcela Lagarde. Madrid,
Editorial Horas y Horas, col. La cosecha de nuestras madres, 2013)
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