sábado, 15 de diciembre de 2012

Esa visible oscuridad


Nuestra quizá comprensible necesidad moderna de embotar los dentados filos de tantas de las aflicciones que hemos heredado, nos ha llevado a desterrar ásperas palabras anticuadas: casa de locos, manicomio, insania, melancolía, lunático, locura. Pero no hay que dudar nunca de que la depresión. En su forma extrema, es locura. (…) A veces, aunque no muy a menudo, una mente así alterada generará ideas violentas hacia los demás. Pero, con la mente agónicamente vuelta hacia el interior, los depresivos suelen ser peligrosos únicamente para ellos mismos. La locura de la depresión es, en términos generales, la antítesis de la violencia. Es una tormenta también, pero una tormenta de oscuridad. Las respuestas lentas, cercanas a la parálisis, y la energía psíquica reducida casi hasta cero, no tardan en hacerse evidentes. Finalmente, el cuerpo se ve afectado y se siente minado, vacío. (…)

En cualquier caso, las pocas horas que dormía solían terminar a las tres o las cuatro de la mañana, cuando miraba la bostezante oscuridad con desconcierto, y con dolor la devastación que estaba teniendo lugar en mi mente, y esperaba el alba, que habitualmente me permitía un duermevela febril y sin sueños. Estoy bastante seguro que fue durante uno de esos trances de insomnio cuando supe de pronto –una misteriosa y sofocante revelación, como la de una verdad metafísica largamente buscada—que esa situación podía costarme la vida si continuaba ese curso. (…) La muerte, como he dicho, era ahora una presencia diaria, soplando en mí en heladas ráfagas. No había imaginado con exactitud cómo sería mi fin. (…)

Me preguntó si yo era un suicida y, con reparos, le dije que sí. No especifiqué más, puesto que no parecía necesario, y no le dije que en realidad muchos de los artefactos de mi casa se habían convertido en armas potenciales para mi propia destrucción: las vigas del desván (y uno o dos arces del exterior), un medio para colgarme; el garaje, un sitio en el que aspirar monóxido de carbono; la bañera, un recipiente para el flujo de mis arterias abiertas. Los cuchillos de cocina en sus cajones no tenían otro propósito para mí. La muerte por ataque cardíaco era particularmente incitante, absolviéndome de toda responsabilidad activa, y había jugado con la idea de una neumonía autoinducida: un paseo en mangas de camisa por los bosques lluviosos. (…)

La pérdida, en todas sus manifestaciones, es la piedra de toque de la depresión, en el desarrollo de la enfermedad y, muy probablemente, en su origen. Más tarde, me iría convenciendo de que la devastadora pérdida de mi infancia figuraba como génesis probable de mi propio desorden; entretanto, observando mi condición retrógada, sentía pérdidas a manos llenas. La pérdida de la autoestima es un síntoma bien conocido, y mi propia conciencia del yo estaba al borde de la desaparición, junto con la confianza en mí mismo. Esta pérdida puede degenerar en dependencia, y la dependencia en miedo infantil. Uno teme la pérdida de todas las cosas, de todas las personas cercanas y queridas. Hay un temor agudo al abandono. (…)

Durante años llevé un cuaderno –no un diario en sentido estricto, las notas eran erráticas y escritas sin disciplina—cuyo contenido no me hubiera gustado que vieran ojos que no fueran los míos. Lo tenía escondido, fuera de la vista, en mi casa. (…) De modo que cuando mi enfermedad empeoró comprendí, y me perturbó, que si alguna vez decidía deshacerme del cuaderno, ese momento tenía que coincidir necesariamente con mi decisión de acabar con mi vida. Y ese momento llegó una noche de principios de diciembre.

(William Styron. Esa visible oscuridad. Memoria de la locura. 
Traducción y epílogo de Horacio Vázquez-Rial. Barcelona, La otra orilla, 2009).

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