El pasado día 13 de febrero este blog cumplió cinco años. Cinco años como cinco soles, como cinco lunas. Como cinco siglos. Cinco. (Evitemos rimas fáciles). Recuperamos, pues, la primera de sus entradas, añadiendo un poema lihneano a aquellas doce citas. Y llegamos así al trece y me pregunto: ¿Qué se hizo de aquel 13 de febrero de 2007? Y, ya puestos, cuestiono también –ahora que hace tanto tiempo que no escribo, ahora que los dioses me son extraños-- la afirmación lírica de Lihn, y vuelvo a preguntarme: ¿Por qué escribí? Y sólo alcanzo a recordar aquellas palabras de don Pedro Calderón de la Barca: Tuve amor y tengo honor. Esto es cuanto sé de mí.
I
No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento --creo entreverlo en sueños--, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazada por un extraño en correos, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla del tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo.
(John Cheever. Diarios.
Traducción de Daniel Zadunaisky.
Barcelona, Emecé Editores, 1993).
II
Un libro abierto también es la noche.
Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.
Escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. (...)
Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir; todo escribe, la mosca escribe, en las paredes, la mosca escribió mucho a la luz de la sala, reflejada por el estanque. La escritura de la mosca podría llenar una página entera. Entonces sería una escritura. Desde el momento en que podría ser una escritura, ya lo es. Un día, quizás, a lo largo de los siglos venideros, se leería esa escritura, también sería descifrada, y traducida. Y la inmensidad de un poema legible se desplegaría en el cielo. (...)
Escribir es intentar saber que escribiríamos si escribiésemos --sólo lo sabemos después-- antes, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos. También la más habitual. (...)
La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.
(Marguerite Duras. Escribir.
Traducción de Ana María Moix.
Barcelona, Anagrama, 1994).
III
Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse. (...) Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y entonces cayó el látigo!
(Truman Capote. Música para camaleones.
Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
Barcelona, Anagrama, 1998).
IV
Toda escritura es una marranada.
Las personas que salen de la nada intentando precisar cualquier cosa que pasa por su cabeza, son unos cerdos.
Todos los escritores son unos cerdos. Especialmente los de ahora.
(Antonin Artaud. El pesanervio.
Traducción de Marcos-Ricardo Barnatán.
Madrid, Visor, 1976).
V
Le dije algo, más por hacer conversación que por otra cosa, sobre la escritura como secreto, pero no reaccionó: era obvio que para ella no era un secreto. Se me ocurrió decírselo pensando en mí a su edad: escribir no fue casi otra cosa que un secreto.
(César Aira. Cumpleaños.
Barcelona, Mondadori, 2001).
VI
¿Lo que más admiro de un escritor? Que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezca que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario. Que le guste la granada, que nunca ha probado, y que le guste la guayaba que prueba todos los días. Que se acerque a las cosas por apetito y que se aleje por repugnancia.
(José Lezama Lima. “Introducción a la Esferaimagen ”, en La posibilidad infinita. Archivo de José Lezama Lima. Edición de Iván González Cruz. Madrid, Verbum, 2000. En la imagen, José Lezama Lima con el Gran Cronopio en un café de Paradiso).
VII
(BERNARD)
Debo abrir la trampilla, y debo dejar que salgan las frases encadenadas a las que hago discurrir juntas, pase lo que pase; de suerte que en lugar de incoherencia haya un hilo tornadizo que se perciba, que junte tenuemente una cosa con otra. (...)
¡Qué cansado estoy de los cuentos!, ¡qué cansado estoy de esas frases que descienden con hermosura y posan los pies en la tierra! (...)
He inventado millones de historias, he llenado innumerables cuadernos con frases que debería utilizar cuando haya encontrado esa historia. Comienzo a preguntarme: ¿Hay historias? (...)
No son como los poetas: chivos expiatorios. No están encadenados a la roca. De ahí el silencio, lo sublime.
(Virginia Woolf. Las olas. Traducción de Dámaso López.
Edición de María Lozano. Madrid, Cátedra, Col. Letras Universales, 371, 1994).
VIII
Escribir no lleva a la miseria; nace de la miseria (Michel de Montaigne);
Escribir es una forma de terapia. A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, o los que no pintan o componen música, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana (Graham Greene);
Escribir significa poner en palabras toda la vida que se respira en este mundo (Italo Calvino);
Sí, escribir me sirvió de consuelo (Primo Levi);
No escribo nunca sobre las cosas que he visto; escribo sobre las que he soñado (Lord Dunsany);
La admiración por los libros me llevó a escribir. Yo admiraba a la gente por transferencia (Juan Benet);
Yo escribí para que me quisieran; en parte, para sobornar, y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante. Para levantar un monumento a mi dolor, y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo (Adolfo Bioy Casares);
Este papel blanco, que no quiere terminar, le quema a uno los ojos, y por eso uno escribe (Frank Kafka);
No te suicidas cuando tienes una pena de amor. Escribes un libro (William Faulkner);
Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará (Julio Ramón Ribeyro);
Cuantos más libros leemos, más claro resulta que la verdadera tarea del escritor es elaborar una obra maestra; ningún otro quehacer tiene, en comparación con éste, la menor relevancia (Cyril Connolly);
Si crees que eres capaz de vivir sin escribir, no escribas (Rainer Maria Rilke);
Escribo para que me quieran más mis amigos (Gabriel García Márquez);
Escribo por asco de mí mismo y del mundo (Álvaro Mutis);
Escribo para evitar que al miedo de la muerte se agregue el miedo de la vida (Augusto Roa Bastos).
IX
Hace un año que escribió su último verso. ¿Qué le ha pasado? ¿Es verdad que el arte sólo surge en la tristeza? ¿Debe volver a sufrir para escribir? ¿No existe también una poesía del éxtasis, una poesía del críquet a la hora del almuerzo como forma de éxtasis? ¿Importa de dónde nazca el ímpetu poético mientras sea poesía?
(John Maxwell Coetzee. Juventud.
Traducción de Cruz Rodríguez Ruiz.
Barcelona, Mondadori, 2002).
X
He escrito todos los días de mi vida desde hace 80 años. ¿El secreto? Estar enamorado de todas las cosas. Nací como amante, así he vivido y moriré. Hay que enamorarse y permanecer enamorados. No escuchen nada que no sea su corazón y sigan ese camino. Si alguien no cree en ustedes y su futuro, apártenlo. Sean intensos y apasionados. Hagan eso y tendrán una vida feliz.
(Ray Bradbury, en “Bradbury deslumbra al público argentino
con sus reflexiones sobre la novela”, por Pilar Garzón,
en El País del lunes 1 de mayo de 2006, pág. 37).
XI
Escribo
para que el agua envenenada
pueda beberse.
(Chantal Maillard. Matar a Platón.
Barcelona, Tusquets, Col. Marginales 218 –
Nuevos Textos Sagrados, 2004).
XII
Después de una enfermedad y de una experiencia sentimental, de la cual uno emerge sintiéndose libre, pero un poco magullado aún (si no enfermo), nos vuelve un día el deseo de trabajar. Habíamos creído que ya no seríamos capaces nunca de volver a la tarea. Pero, al fin, el deseo llega, está aquí. Se despierta uno más temprano, se siente uno un poco mejor, aunque muy débil, pero hay sol en el cuarto y nos levantamos. Se comienza por poner un poco de orden en la mesa de trabajo. No es tarea de un sólo día. Otro día se cambian las viejas plumas gastadas, y, en fin, compramos hojas de papel secante, un lápiz nuevo, una goma de borrar, etcétera. Y por último llega el día en que se dispone uno de nuevo a escribir. Llega primero un gran silencio, que se extiende a nuestro alrededor. Volvemos a encontrar nuestra razón de vivir.
(Valery Larbaud. Diario íntimo (1917-1920).
Traducción de José Luis Cano. Alicante.
Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 1984).
XIII
Porque escribí
Ahora que quizás, en un año de calma,
piense: la poesía me sirvió para esto:
no pude ser feliz, ello me fue negado, pero escribí.
Escribí: fui la víctima
de la mendicidad y el orgullo mezclados
y ajusticié también a unos pocos lectores;
tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto;
una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.
Pero escribí: tuve esta rara certeza,
la ilusión de tener el mundo entre las manos
—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco
con toda su crueldad innecesaria—.
Escribí, mi escritura fue como la maleza
de flores ácimas pero flores en fin,
el pan de cada día de las tierras eriazas:
una caparazón de espinas y raíces.
De la vida tomé todas estas palabras
como un niño oropel, guijarros junto al río:
las cosas de una magia, perfectamente inútiles
pero que siempre vuelven a renovar su encanto.
La especie de locura con que vuela un anciano
detrás de las palomas imitándolas
me fue dada en lugar de servir para algo.
Me condené escribiendo a que todos dudarán
de mi existencia real,
(días de mi escritura, solar del extranjero).
Todos los que sirvieron y los que fueron servidos
digo que pasarán porque escribí
y hacerlo significa trabajar con la muerte
codo a codo, robarle unos cuantos secretos.
En su origen el río es una veta de agua
—allí, por un momento, siquiera, en esa altura—
luego, al final, un mar que nadie ve
de los que están braceándose la vida.
Porque escribí fui un odio vergonzante,
pero el mar forma parte de mi escritura misma:
línea de la rompiente en que un verso se espuma
yo puedo reiterar la poesía.
Estuve enfermo, sin lugar a dudas
y no sólo de insomnio,
también de ideas fijas que me hicieron leer
con obscena atención a unos cuantos psicólogos,
pero escribí y el crimen fue menor,
lo pagué verso a verso hasta escribirlo,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.
Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera quise desbaratar a mi enemigo.
Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.
(Enrique Lihn. La musiquilla de las pobres esferas.
Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1969).
Me gustó muchísimo esta colección de respuestas de los maestros. Una de tantas definiciones a las que yo voy llegando a lo largo de mi camino, es esta: "¿Y yo, por qué escribo? y no encuentro respuesta. Escribo desde antes de mi nacimiento, escribo desde cuerpos y mentes que no eran -pero son- los míos; antes que yo, otros escribieron y en mi se confabulan para que yo siga preguntándome por qué. ¿Por qué siento este latigazo cierto de querer escribir para que aparezcan ellos?". M. Pilar Martínez Herrero
ResponderEliminarMuchas gracias, Pilar. Un saludo
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