viernes, 24 de febrero de 2012

El sueño


El sueño es una oscura disolución. El mundo se interrumpe, la vida drena sola. Hay en el cuerpo huecos, canales, orificios internos por donde drena la sustancia de la vida. Puede sentir cómo todo converge hacia ellos y corre. La conciencia se descompone lentamente, pierde su inútil armazón y caen sus fragmentos mezclándose con los líquidos tibios y confusos del interior: huecos, ventrículos, senos ancestrales que yacen dentro de la cabeza y caen hacia atrás –a la espalda, a la médula— y más abajo se diluyen en la cintura, esa línea que siente como un corte entre él y la vida. Oye una frase: “como un perro rabioso”. Siempre suena una frase al caer, al dormirse. O estalla un globo blanco, un relámpago que señala el instante en el que ya no es nadie ni se pertenece. Llega la mujer al sueño, piel blanca, pelo negro, vestido gris. Gira en el sueño y se desnuda. Quiero mostrarle algo, no es una danza de seducción ni un show: es una prueba. Quiere probarle algo, danza en medio de un pequeño óvalo rojizo y gira y se desnuda. Nada hay bajo su ropa: el cuerpo, liso, sin pezones ni curvas, gira. Busca mostrarle, agita los brazos. Entre sus piernas una gran forma de espuma blanca crece desde el pubis, surge y cubre el pubis, chorrea por las piernas, crece.

Como un perro rabioso, como una boca llena de espuma, el sexo de la mujer del sueño. Después él fuma otro cigarrillo. Sin respirar. El cigarrillo ha surgido de la imagen del sueño, del óvalo rojizo como carne, como el centro carnoso de un fruto animal. Fuma sin succión. El cigarrillo va quemándose, es gris, y el humo pasa a su cuerpo como si cayera en él. Es el placer del humo que invade y se diluye dentro del cuerpo, mezclándose con los restos de su conciencia, los encendedores, su sonido y el sueño anterior, esa danza de la mujer sin curvas ni puntos en el cuerpo, sólo espuma.

Manchas celestes y manchas verdes rectangulares se suceden. Hay un efecto de aproximación, como en el cine, y la gran mancha verde es la superficie de una pantalla de video donde la luz escribe frases sin sentido, hechas de palabras sin significado, compuestas por letras falsas: una efe falsa, parecida a la ge, una erre falsa, que por instantes parece una ene y titila sobre la pantalla del sueño contagiando su movimiento a las letras de palabras distantes, como si la rima fuese un efecto luminoso –no sonoro— y se produjese entre figuras libres y no entre un conjunto limitado de signos. Vuelven las imágenes del otro sueño: la escalera, la huida, la pareja de muchachitos salidos de la fiesta, los ojos muy azules del chico y la cara de la mujer. El olor del vestuario lo invade, es una miniatura de madera donde su cuerpo yace enlazado contra el cuerpo de esa mujer desconocida y las perdigonadas de la escopeta han abierto la carne y en la superficie sucia de la pared han salpicado fragmentos de piel y pelo y sangre seca mezclados con perdigones y astillas de madera roja.

Sabe que esta vez sueña y espera el cese, el fin de la sucesión de imágenes desordenadas para encontrar el descanso. Pero el sueño prosigue y vuelve a oír las frases: “como un perro”, “rabia”, y vuelven a inscribirse otras en la pantalla verde, casi fluorescente. Comienza a leer, puede leer esas palabras que nada significan, hechas con letras regulares y nítidas pero distintas de las letras de cualquier alfabeto. Lee las frases y va comprendiendo algo que no tiene palabras. Sigue leyendo, lee continuamente sin comprender, y eso es el sueño, el definitivo descanso.

([Rodolfo Enrique] Fogwill. “Restos diurnos” (1994),
en Cuentos completos. Madrid, Alfaguara, 2011.
Imagen: La espera, de Julio Fontana).

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