He cruzado el otoño con la única hoja
que había sobrevivido.
He atravesado a solas
una ciudad que yace sumergida
con sus muelles y sus embarcaciones,
obstinada en vivir, inconsolable,
por los canales lentos de la noche.
Acuciado por el silencio de las palabras,
he salido a las calles,
a las encrucijadas; he preguntado a todos
por los cuartos secretos y las habitaciones de alquiler,
por la profundidad de los desvanes
donde los refugiados,
aturdidos también por el silencio
de esas mismas palabras,
dejan pasar las horas compartiendo
sus lámparas de fósforo y el papel crepitante,
la ceniza reciente del consuelo.
Contra un cielo apagado, sin matices,
he visto como un hombre lanzaba un juramento
en presencia de nadie
y esparcía la semilla del sueño de sus hijos
por los terrones húmedos de la misericordia.
He asumido la culpa del pájaro del alba,
de sus innumerables delaciones
y he salvado con mi palo de ciego
un puente derruido
y una caja sin puertas ni ventanas
en la que entran y salen los vencejos.
He surcado las aguas que se rompen contra los promontorios,
los ríos que sucumben en la islas.
Sin precipitaciones,
casi a paso de hombre,
he elegido el camino que recorre, uno a uno,
los símbolos de nuestra permanencia
y he cruzado la noche de nuestros pensamientos
con la luz disgregada
que nos hace imposible ser felices.
En la estación más lenta.
En los alrededores de una vida
que ha seguido arrastrando hacia nosotros,
como esos ríos que corren desbordándose,
hacia los sumideros, sus hojas descuidadas,
sus pajarillos muertos.
(Basilio Sánchez. Las
estaciones lentas. Madrid, Visor, 2008. Imagen de Justiñiano Peña Carbonero)
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