En todo aquel tiempo no habíamos mirado el reloj. Cuando sonó el teléfono los tres dirigimos los ojos al reloj como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, porque el pánico se apoderó de nosotros, y en nuestro pánico no se nos ocurrió nada mejor que mirar el reloj, y eran las diez menos cuarto. Por supuesto, nuestros corazones dejaron de latir porque el teléfono sonó como el castigo de Dios a nuestra maldad, fue un sonido que nos hizo pensar, vaya, el Juicio Final empieza a las diez menos cuarto, y no lo sabíamos, el repiqueteo del teléfono anunciaba el fin del mundo, aunque a mi madre ya se le había derrumbado todo, porque había confesado, que, igual que Medea, había pensado en envenenarnos a todos, y eso no la dejaba tranquila, porque nunca hubiera podido sospechar que acabaría confesando una cosa así.
(Birgit Vanderbeke. Mejillones
para cenar. Traducción de Marisa Presas. Barcelona, Ediciones Invisibles,
col: Pequeños placeres, 17, 2022)
Hay muchas cosas buenas en su naturaleza y es tan noble como puede serlo alguien que vive sin verdadero amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario