Contra la silla del colegio, así, como se estriegan los animales contra la mierda, contra las ranas en descomposición, así, nos estregábamos nosotras contra la silla del colegio. Y los niños atendían a la clase, que era una clase pequeña, con un solo maestro para dos cursos, y habíamos niños de primero en el lado izquierdo de la clase y niños de segundo en el lado derecho de la clase y el maestro nos explicaba un ratito a cada uno y escuchábamos las explicaciones de los del curso más grande. Por eso aprendíamos cosas que todavía no nos tocaba aprender y sabíamos dividir por tres cifras y estregarnos contra la silla, como los cochinos contra el estiércol, estiércol de caballo. Luego apestábamos a pepe, toda la clase apestaba a pepe y las ropas de los otros niños apestaban a pepe y el maestro y las manos del maestro de tocar las tizas que nosotras tocábamos.
La mesa vibraba como un terremoto que anunciaba la erupción del vulcán, pero nunca explotaba, el vulcán nunca explotaba. Como cuando el alcalde salió por la tele y nos dijo calma, pueblo, calma, porque había muchos terremotos que hacían vibrar las cosas y teníamos miedo de que nos cayese la erupción encima. Yo pensaba que si explotaba, cogíamos un barco en la playa San Marcos y nos íbamos pa La Gomera.
Así, cuando la mesa vibraba como un terremoto, cuando la mesa vibraba como un terremoto que anunciaba la erupción del vulcán yo sabía que Isora se estaba estregando contra la silla y me copiaba y me comenzaba a estregar.
Al principio nos estregábamos poquitas veces, más escondidas. Pero luego, cuando nos enteramos de que el vulcán podía explotar, empezamos a estregarnos más fuerte, más veces. Y hablábamos sobre estregarnos todo el día. Total, si nos íbamos a morir, lo mejor era estregarse lo máximo posible.
Desde chiquitas nos gustaba estregarnos. En verano, como había poquitas cosas que hacer, nos estregábamos todavía más, más veces, más a menudo. Usábamos las trabas de la ropa pa frotarnos por encima del chándal recortado por los muslos que llevábamos puesto en verano. Cuando hacíamos dibujos, los creyones nos los metíamos por debajo de las bragas y cuando jugábamos con los beibiborn nos los metíamos por debajo también. Las cabezas de las barbis, los pelos de las barbis nos los estregábamos y ya después todo olía a pepe, a cangrejilla corriendo por encima de las piedras, al agua salada que se secaba dentro de los charcos, a la sal que se quedaba por encima del agua de los charcos, que después era una costra jedionda como una laja. Ya a veces los rotuladores nos manchaban la ropa y los bolígrafos estallaban, pero nosotras seguíamos estregándonos hasta el final, siempre hasta el final, y luego ya pensábamos en qué íbamos a decir a nuestras madres e Isora se acordaba de que no tenía madre y de que seguro que si la viera así toda estregada le daban ganas de arrojar.
Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorriados de colores, como una arcoíris dentro de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra.
(Andrea Abreu. Panza de burro. Sevilla,
Editorial Barret, 2023, vigésima primera reimpresión)
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