martes, 27 de abril de 2021

Hamnet


Se recoge las faldas, se coloca el manto sobre los hombros, se dispone a dar la espalda a su marido y a su compañía, cuando le llama la atención un muchacho que entra en escena. Un muchacho, piensa, anudando y desanudando el manto. No, un hombre. Luego, no, un muchacho… a medio camino entre un hombre y un niño.

Es como un fuerte latigazo en la piel. Tiene el pelo rubio, levantado en la frente, un andar como a saltos, brioso, una forma impaciente de echar la cabeza atrás. Agnes deja caer las manos, el manto se le resbala por los hombros, pero no se agacha a recogerlo. Clava la vista en el chico; lo mira como si no pudiera apartar los ojos de él. Nota que el aire se le escapa del pecho, que la sangre se le coagula en las venas. El redondel del cielo de arriba le aplasta la cabeza, se la aplasta a todos como la tapadera de una olla. Tiembla de frío, arde de calor; tiene que irse; se quedará aquí para siempre, sin moverse del sitio.

Cuando el rey se dirige al niño y le dice “Hamlet, hijo mío” ella no se sorprende. Claro, es él. Claro. ¿Quién, si no? Ha buscado a su hijo por todas partes, sin cesar, en estos cuatro años, y ahí lo tiene.

Es él. No es él. Es él. No es él. El pensamiento va y viene como un martillo por todo su ser. Su hijo, su Hamnet o Hamlet, está muerto, enterrado en el cementerio de la iglesia. Murió siendo un niño todavía. Ahora no es más que unos huesos blancos y descarnados en una tumba. Sin embargo ahí está –hecho casi un hombre, como sería ahora, si viviera--, en el escenario, andando con el mismo paso que su hijo, hablando con la voz de su hijo, diciendo las palabras que su padre ha escrito para él.

(Maggie O'Farrell. Hamnet. Traducción de Concha Cardeñoso. Barcelona, Libros del Asteroide, 2020)

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