Bernard se ha ido –dijo Neville--, sin billete. Se nos ha
escapado, haciendo frases, diciendo adiós con la mano. Ha hablado con tanta
facilidad con el criador de caballos, con el fontanero, como con nosotros. El fontanero
lo ha aceptado con devoción. “Si tuviera un hijo así –pensaba--, lo mandaría a estudiar
a Oxford”. Pero ¿qué sentía Bernard por el fontanero? ¿No era sólo un deseo de
seguir contando la historia que nunca deja de contarse a sí mismo? Comenzó cuando
hacía bolitas con la miga del pan en su infancia. Una bolita era el hombre;
otra, una mujer. Somos bolitas todos. Somos todos frases en el cuento de
Bernard, cosas que apunta en el cuaderno, bajo la A o la B. relata nuestro
cuento con extraordinaria sensibilidad, excepto respecto de lo que más nos
importa. Porque no nos necesita. Nunca está a merced nuestra. Ahí está,
moviendo la mano en el andén. Se ha ido el tren. Ha perdido el enlace. Ha perdido
el billete. Pero nada de eso importa. Hablará con la camarera acerca del
destino de la humanidad. Salimos, ya nos ha olvidado, salimos de su ángulo de
visión, seguimos, con sensaciones que se demoran, medio amargas, medio dulces,
porque, en cierta forma, es como para tenerle pena, enfrentándose con el mundo
con frases medio acabadas, habiendo perdido el billete: también es digno de ser
amado.
(Virginia Woolf. Las olas. Traducción de Dámaso
López. Edición de María Lozano. Madrid, Cátedra, col. Letras Universales, 209,
1994)
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