Qué entendemos por entender la poesía
Alberto Cubero
Escolar y Mayo,
2017, 88 pp., 10 euros
Por Carlos Javier
González Serrano
La
poesía resulta indisociable de la actividad poética. Al contrario de lo que
sucede con otros afanes humanos, en los que la teoría se escinde o puede
escindirse de la práctica de muy diversas –y en ocasiones malversadoras– maneras
(véase, por ejemplo, la política), en la poesía se da un extraño y original
encuentro entre el creador –el poeta– y su creación. Este movimiento de ida y
vuelta, en el que quien escribe abre un horizonte nuevo de sentido, es
impracticable sin que medie entre ambos un limes
por superar. Ya nos puso Hölderlin sobre la pista cuando definía la figura del
poeta como aquel que, situado frente al Absoluto, es capaz de abordar la
distancia que separa las orillas de lo finito y de lo infinito. La poesía es,
pues, el lugar donde mora, donde se siente y se hace sentir el límite.
Es así como, en palabras de Derrida,
“no hay poema que no se abra como una herida”, como un espacio que, lejos de
tener que ser llenado, ha de ser conservado y alimentado. La poesía puja por
preservar tales recovecos que el poema dona. Por eso, como apunta Alberto
Cubero en los primeros compases de Qué
entendemos por entender la poesía, “en el lenguaje poético no se da
comunicación, sino revelación”, y facilita, asimismo, la aparición del contexto
donde se produce “el encuentro del ser humano con el misterio de su existencia,
de la existencia”.
La obra de Cubero resulta
interesante por varias razones. En primer lugar, porque restituye la poesía
como promontorio desde el que cuestionar la realidad. Un cuestionamiento que no
tiene que ver con anquilosados métodos filosóficos o con farragosas técnicas
lógicas, sino más bien con un destino, con una sensibilidad que se patentiza en
un hacer muy determinado: la creación poética y la lectura de poesía. Como él
mismo sugiere, “la poesía propone al lector un crecimiento a nivel reflexivo,
una indagación del sujeto en su interior”. La poesía endereza el timón del alma
y crea individuos con “criterio y corazón”, individuos “no manipulables”.
He aquí el nudo gordiano de la tesis
defendida por Cubero: la poesía es, ante todo, un quehacer relacionado con lo
político, con lo común, con el escenario donde tienen lugar los asuntos
humanos. Algo que, a su juicio, resulta “intolerable para los poderes
hegemónicos de las sociedades democráticas actuales, que sin embargo deberían
favorecer el crecimiento integral de
sus ciudadanos”. Y concluye con una constatación: “Es muy triste ver cómo, aún
hoy en día, la poesía es denostada en los planes de estudio y en la oferta
cultural institucional”.
Como puente entre lo individual y lo
social, la poesía, en su faceta política, insta a crear senderos por los que
deambular críticamente, invitando a habitar el mundo de forma que ninguna
autoridad pueda superar el tribunal del sí mismo. La poesía evita, sostiene
Cubero, que seamos sometidos “a un grado de tensión y preocupación” tal que no
nos permita disponer del “espacio reflexivo y emocional necesario para crecer
como seres humanos”. La poesía, como integradora del corpus artístico, permite
que nos mostremos “desnudos”, en un proceso que autentifica y saca a relucir
nuestras más hondas potencias en su grado más puro: es decir, en libertad.
Una libertad a la que se teme y a la
que nos empujan a temer, como si de un fantasma aterrador se tratara. La
poesía, lejos de amansar espíritus, los revuelve, enturbia y cuestiona,
apartándonos del estado vegetativo en que nos sitúa la sociedad
tecnocapitalista. Es ella la que invierte la pereza intelectual y nos impele a
actuar por la obtención de un mundo mejor, más sincero, más comprometido, más
poético: esto es, más creador. Y es que, escribe Cubero, uno de los objetivos
fundamentales del poder es el de “acabar con la singularidad del ser humano,
que sea disuelto en una masa que reproduzca al unísono los mismos enunciados,
los mismos dogmas y prejuicios, las mismas palabras vacías de contenido”. Por
ello se esquilman tan desaforadamente los planes de estudio de las Humanidades
y las Artes, con la intención –señala un tajante Cubero– de “crear analfabetos
emocionales e intelectuales” y debilitar todo “lo que contribuya a expandir la
capacidad de los individuos para conmoverse, para encontrarse con lo más
auténtico de ellos mismos, para reinventarse y reinventar su visión del mundo,
todo lo que potencie la vertiente reflexiva y crítica de la persona”. El
objetivo, a juicio del autor, no es otro que el de eliminar el saber y su
origen, hasta quedar todos ciegos, desorientados, inermes.
La obra de Cubero alberga el
inapreciable mérito de devolver a la poesía su faceta social. Estamos
tan tristemente acostumbrados en las sociedades occidentales a delegar la
fuerza decisoria del pueblo –la soberanía nacional, concepto en otro tiempo tan
fundamental– en los partidos políticos de turno que la noción de participación social en lo político se nos
antoja lejana y, de hecho, no hay quien duda en denunciarla como una suerte de
irrupción violenta en contra del denominado sistema “democrático”, tantas veces
invocado y ya acaso desgastado o caducado. Muy al contrario de lo que suele
pensarse, el Romanticismo –movimiento de franca raigambre poética–
siempre estuvo fuertemente comprometido con el aspecto social de la realidad. Lamartine escribía, por ejemplo, en
sus Recueillements: “Luego mi corazón, insensible a sus propias
miserias, / se extendió más tarde hasta los dolores de mis hermanos”. Las
revoluciones trabajadoras de 1830
y 1848 agitaron con fuerza toda
Europa, y los grandes estandartes de la cultura alemana, pero sobre todo los de
la francesa, no dudaron en dar pábulo a las justificadas esperanzas despertadas
por una nueva conciencia de grupo que se mostraba por entonces floreciente y
repleta de fulgor: frente al patrón o socio capitalista nacía la figura del asalariado.
Una nueva enfermedad nos brindan los tiempos actuales, en
opinión de Cubero: la del capitalismo salvaje: “a más objetos, menos relación
entre los sujetos. Tanto la necesidad de objetos como la conexión que se
establece con ellos se torna más peligrosa cuanto más asociada está a la
sensación de poder, al goce perverso de dominación sobre los otros, a la posibilidad
de tener al otro sometido”, denuncia el autor.
La libertad debe mostrarse no sólo en el arte, sino también
y sobre todo en la sociedad, allí donde el verbo fundamental es el de compartir,
el de con-vivir. Víctor Hugo se ganó el respeto del pueblo francés y lo
consideraron como a uno de los suyos. Unos luchaban en las calles; otros, en la
soledad de su cuarto, lanzaban como puñales obras que desacreditaban
públicamente los desvaríos de la corona y las injusticias sufridas por gran
parte de la sociedad. Un punto que Víctor Hugo comparte con el Dostoievski de Pobres gentes y
con el Tolstoi más maduro, el de
las Confesiones.
“La poesía no es un lugar donde van a parar los cobardes”,
escribía Gamoneda, a quien Cubero cita al final de su libro, que se cierra con
una abierta y sincera invitación a leer poesía, casi una arenga: “No tenga
miedo. Sea valiente. […] La cobardía sale cara, siempre. El poema es uno de los
caminos más interesantes y hermosos para abordar el conocimiento de uno mismo.
Del mundo. Para que aflore lo no sabido. El misterio. Lo siniestro. Para que se
dé una aproximación, en mayor o menor medida, a una verdad”.
Qué entendemos por
entender la poesía encierra un coraje desbordado en lo general (por qué
recuperar la poesía como objeto teórico) y en lo particular (la poesía como
instrumento originariamente político), sin olvidar aspectos más filosóficos,
complejos, filológicos, hermenéuticos y polémicos. Una concentrada obra que
invita a trazar una genealogía de la poesía pero que, lejos de quedarse en los
estrechos pasillos de la abstracción, desciende a los infiernos humanos y
empuja a tomar la actividad poética como una cima desde la que ensayar un nuevo
tipo de biografía: la vida poética en
libertad.
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