(Una receta de cocina que me ha
servido muchas veces, además de para cocinar, para explicar a mis alumnos qué será eso de la literatura)
Escojo la cazuela, ancha de boca,
bien curvada de cadera y lo suficientemente profunda para la cantidad de
comensales que van a regalarse este mediodía. Porque si ustedes no lo saben, la
cazuela de barro es la gran señora de las cocinas que se precien de dar buen
trato. Una jícara de aceite a fuego ligeramente cansino para que no se caliente
con sobresalto y que la cabeza de ajo que le echo se vaya dorando a paso corto.
Mientras lo hace, corto el pollo en pedazos no demasiado grandes y los
espolvoreo con sal y pimienta. Saco el ajo que ya habrá adquirido color de
hábito de fraile capuchino, y echo a dorar el pollo. Unas cuantas vueltas para
que se tueste sin exceso y por todas partes lo mismo. Saco el pollo y lo pongo
aparte dejándolo meditar en su desgracia.
He dicho una cabeza de ajo, y
pueden ser dos o tres, según las piezas de pollo que voy a usar; pero sea uno,
o dos, o tres, debe medirse bien la cantidad para que el ajo se porte como los
buenos sirvientes que están ahí, pero que no se dejan ver; oséase que dé su
almilla sin hacerse demasiado presente.
Una vez sólo el aceite, él mismo
me pide la claridad de la cebolla. Se la entrego. Por simpatía para este primer
escalón del guiso, procuro que el aceite no queme demasiado y tapo la cazuela.
Así la cebolla se cuece, no se fríe; se ablanda, se hace transparente y al
acitronarse cumple su cometido con elegancia, sin dureza que moleste al diente
y sin que su sabor tome excesiva fuerza si la dejo tostar. El que no entienda
esto, que no se atreva a probar el chilindrón que es como una afirmación
culinaria de lo anterior. Dicen los cánones que la cebolla debe echarse al
frito bien picada. Yo prefiero rallarla. Con eso cae en el aceite con cuerpo
más desmayado y he podido comprobar que entrega su sabor con más delicadeza.
Luego el jamón. Algunos aconsejan
los tropezones; quiero decir el jamón cortado en pequeños dados. Otros lo
prefieren en lascas o lonjas delgaditas. Me place de este modo porque así
impregna mejor la salsa de su sabor y absorbe mejor las alegrías de los otros
ingredientes.
Todo esto es simplemente la
introducción al vals. El baile para mí empieza con los pimientos. Déjenme hacer
una levísima pausa de silencio dedicada a este hermoso fruto de la tierra.
Los pimientos, como los mártires
cristianos, tienen que padecer suplicio antes de subir a los altares; mejor
dicho, en este caso, descender a los abismos de la cazuela. Sobre la llama viva
hay que colocarlo de pie, de cabeza, rodándoles el cuerpo hasta que la piel
queda negra y crujiente. Es el momento de hacerlos sudar. Antes se los envolvía
con una servilleta húmeda y ahí se reconcentraban en sí mismos y daban lo mejor
de su cuerpo. Pero he comprobado que sudan mejor encerrándolos en una bolsa de
plástico. Esta es una ligera pero cierta dignificación del hórrido plástico.
Media hora de quietud meditativa y pueden salir de su encierro. Es el momento
de refrescarlos en el chorro de agua.
La cubierta requemada de su
carne, esa piel que alabamos anteriormente por su color tornasolado, ha muerto,
y se desprende fácilmente bajo el líquido, del mismo modo que se van los malos
pensamientos rezando un padrenuestro. Dicen.
Inmediatamente después, hay que
sacar las pepitas. No fuera malo quitar la vena, pero eso es gusto personal.
Los corto vertical y horizontalmente para conseguir pedazos chicos. Minimizados
así, los uno a lo que desde antes entregó el espíritu en el aceite. Unas
cuantas vueltas dadas con lentitud y con cuchara de palo para evitar las malas
intenciones que pueden dar los metales a las salsas. Esas vueltas lentas,
ejecutadas con intensidad de caricia, hacen que los pimientos traben íntimamente
amistad con la cebolla y el jamón y entreguen lo mejor de sí mismos a la
hermandad.
Suena la hora del tomate.
Escaldados un minuto, los pelo fácilmente y enseguida los limpio de pepitas. Un
médico amigo me insiste mucho en esto de despepitar el tomate. Según él esas
cositas amarillas con aspecto de lentejuelas sin agujero son muy nocivas para
el riñón. Yo ni lo afirmo ni lo niego. Como me lo contaron lo cuento, y allá
ustedes si me hacen caso. Lo que sí puedo decirles es que, si en un restaurante
me sirven el tomate sin pelar y con semillas, de seguro van a tardar mucho en
volverme a ver. Una vez limpio el tomate, lo troceo para que se deshaga sin
trabajo al calor y lo añado al contenido de la cazuela. Seguramente habrá que
reducir un poco al fuego para que todo se vaya cociendo despacito. No hay que
olvidarse de dar sus vueltas de vez en cuando para que la salsa quede suelta
sin pegarse.
El momento en que se añade el
pollo a esta salsa corpórea, depende de lo que tarda en llegar el tomate a su
forma líquida; pero casi diría que es uno de esos pequeños milagros de
intuición que sólo se verifican en las cocinas. Pruebo para ver cómo está de
sal la cosa, aunque casi siempre con la que lleva el pollo y la que deja el
jamón, basta. Ya sólo queda que el pollo se deje enternecer, se ablande y pueda
desprenderse del hueso sin protesta.
Voy a confesar un pecado. Grave
pecado contra lo que ciertas gentes consideran la Biblia del recetario de
cocina; y es que antes de dorar el pollo le quité la piel. No me gusta la piel
del pollo si no es cuando se asa y se tuesta bien; pero en guiso no, porque
siempre se me indigesta. Como penitencia conciliadora y para hacerme perdonar,
voy a darles una compensación: pongan al fuego una plancha de tostar o sartén.
Al calor bajo, denle una pasadita de manteca o pincelada de aceite y ponga a
asar la piel del pollo. Ya en la plancha, espolvoréenla de sal y pimienta.
Dejen que se dore totalmente de un lado y dándole la vuelta déjenla en el otro
hasta que cruja. Las pieles se harán chiquitas y quebradizas. Es el momento de
comerlas. ¡Chicharrón de pollo, más exquisito que el de cerdo!
Ya para retirar la cazuela del
fuego, pues considero que todo está en su punto, hermoso color, nada caldoso y
aromando, oigo la campana de la puerta.
Ya están allí, me ataranto.
Rápidamente vierto sobre el
chilindrón un vasito de vino blanco y corro a abrir. Me doy cuenta que llevo el
mandil con el que cocino. Vuelvo para quitármelo pero me arrepiento y bajo con
él al jardín. Así verán que no hago las cosas con engaño y no encargué la
comida al restaurante de la plaza. Saludos. Risas y más pérdida de tiempo. Es
un olvido lamentable. Corro a la cocina dejando a mis amigos con la palabra en
la boca. Felizmente no se pegó la salsa, pero le faltó un pelo y temo que se
secó una nadita más de lo debido.
Más tarde al servir, comprendo
que no pasó nada grave; pero necesito veinte minutos de amena charla para que
se me pase el berrinche.
Las personas que no cocinan
pensarán que les he hecho un recibimiento frío a mis amigos, las que cocinan
con amor me entenderán porque en cierto modo somos de la misma familia.
¿Qué más les di de comer? Eso me
lo callo. Una comida tiene sus ribetes de misterio y no voy a despepitar todo,
absolutamente todo de una sola vez en esta ocasión.
(Julio Alejandro de Castro Cardús.
Breviario de los chilindrones. Zaragoza, Gobierno de Aragón, 2006)
A D. Julio la cocina y como relatas los guisos , son de un poeta, que ademas , cocinilla, es una pena que no escribiese un libro de cocina , he tenido la oportunidasd de escucharlo en ls tertuliasy el tiem po transcurria taan simaente rapido , que en su xcompañia siempre se hacia tarde, tenia otra faceta ademas de la de escritor, cocinilñla , marino, era caapaz de leerte la mente cojiendote la mano, la verdad es que estuve muichos retos a sui lado.
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