Era el mismo sol del día en
que enterré a mamá y, como entonces, me dolía sobre todo la frente y todas sus
venas batían a un tiempo bajo la piel. Esa quemadura que no podía soportar me
hizo dar un paso hacia delante. Sabía que era estúpido, que no me
desembarazaría del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso
hacia delante. Esta vez, sin levantarse, el árabe sacó su cuchillo, que me
mostró al sol. La luz surgió desde el acero como una larga hoja relumbrante que
alcanzaba mi frente. En el mismo instante, el sudor acumulado en mis cejas
corrió de pronto sobre los párpados y los cubrió con un velo tibio y espeso.
Cegaba mis ojos ese telón de lágrimas y de sal. Solo sentía los címbalos del
sol sobre la frente e, instintivamente, la hoja relumbrante surgida del
cuchillo siempre ante mí. Esa ardiente espada mordía mis cejas y penetraba en
mis ojos doloridos. Fue entonces cuando todo vaciló. Del mar llegó un soplo
espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para
vomitar fuego. Todo mi ser se tensó y mi mano se crispó sobre el revólver. El
gatillo cedió, toqué el pulido vientre de la culata y fue así, con un ruido
ensordecedor y seco, como todo empezó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que
había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa
donde había sido feliz. Entonces, disparé cuatro veces sobre un cuerpo inerte
en el que se hundían las balas sin que lo pareciese. Fueron cuatro golpes
breves con los que llamaba a la puerta de la desgracia.
(Albert Camus. El extranjero. Traducción de José Ángel
Valente. Madrid, Alianza Editorial, col. Libros Singulares, 1, 2015. Imagen: Albert
Camus con Michel Gallimard en el verano de 1958)
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