Dios me ha dado el ser para que yo se lo devuelva. Es como
una de esas pruebas que parecen trampas, tan frecuentes en los cuentos
infantiles y en las historias de iniciación. Si acepto la dádiva, resulta malo
y fatal; su virtud aparece con la negativa. Dios me permite existir fuera de
él. Soy yo quien ha de rechazar esa autorización. La humildad es la negativa a
existir fuera de Dios. La reina de las virtudes.
El yo no es más que la sombra proyectada por el pecado y el
error, los cuales se interponen ante la luz de Dios, ya los que yo tomo por un
ser. Aunque pudiéramos ser como Dios, más valdría formar parte del barro que le
obedece.
Ser para Cristo lo que el lapicero es para mí cuando con los
ojos cerrados palpo la mesa con su punta. Tenemos la posibilidad de actuar de
mediadores entre Dios y la parte de creación que se nos ha confiado. Es
obligado nuestro consentimiento para que él perciba a través nuestro su propia
creación. Con nuestro consentimiento realiza esta maravilla. Bastaría con que
yo me retirara de mi propia alma para que esta mesa que tengo ante mí tuviera
la incomparable fortuna de ser advertida por Dios. Dios no puede querer de
nosotros más que ese acceder a retirarnos para que le dejemos pasar, igual que
él, creador, se retiró para dejarnos ser. El sentido de esta doble operación no
es otro que el amor, como la paga que el padre le da al hijo para que luego
éste Se permita hacerle un regalo a él el día de su cumpleaños. Dios, que no es
más que amor, no creó más que amor.
Todas las cosas que veo, oigo, huelo, como y toco, todos los
seres que conozco, a todos les privo del contacto con Dios, y a Dios le privo
del contacto con todo ello en la medida en que algo en mí dice yo.
Algo puedo hacer yo por todo ello y por Dios, a saber,
retirarme, respetar ese cara a cara.
El estricto cumplimiento del deber simplemente humano es
condición para que yo pueda retirarme. Poco a poco voy trazando las cuerdas que
me retienen aquí y me lo impiden.
No puedo concebir la necesidad de que Dios me ame mientras
sienta con tanta claridad que, incluso en los seres humanos, su afecto por mí
no puede ser más que una equivocación. Pero no me cuesta nada imaginar que
prefiere esa perspectiva de la creación que sólo puede verse desde el sitio en
que estoy yo. Sin embargo, yo hago de pantalla.
Debo retirarme para que pueda verla. Debo retirarme para que
Dios pueda entrar en contacto con los seres que el azar pone en mi camino, a
los cuales ama. Mi presencia es indiscreta, como si me hallara en medio de dos
amantes o dos amigos. Soy, no la joven que espera a su novio, sino el tercero
inoportuno que está con los dos y ha de marcharse con el fin de que ambos
puedan estar verdaderamente juntos.
Con tan sólo saber desaparecer, se daría una perfecta unión
amorosa entre Dios y la tierra que piso o el mar que oigo...
¿Qué importan la energía, los dones, etc., que haya en mí?
Bastante tengo ya con desaparecer.
Y al privar a mis ojos de claridad, la muerte
vuelve pura la luz por ellos mancillada...
(Racine. Phèdre.
Act. V, esc. 7)
No deseo que este mundo creado ya no me sea sensible, sino
que no sea por mí por lo que sea sensible. A mí no puede revelarme su secreto,
demasiado elevado. Váyame yo, e intercambien sus secretos el creador y la criatura.
Ver un paisaje tal como es cuando no estoy allí...
Cuando estoy en algún sitio, profano el silencio del cielo y
de la tierra con mi respiración y los latidos de mi corazón.
(Simone Weil. La
gravedad y la gracia. Traducción, introducción y notas de Carlos Ortega.
Madrid, Trotta, 1994)
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