Y
para curar tal enfermedad no parecía que valiese ni aprovechase consejo de
médico o virtud de medicina alguna; así, o porque la naturaleza del mal no lo
sufriese o porque la ignorancia de quienes lo medicaban (de los cuales, más
allá de los entendidos había proliferado grandísimamente el número tanto de
hombres como de mujeres que nunca habían tenido ningún conocimiento de
medicina) no supiese por qué era movido y por consiguiente no tomase el debido
remedio, no solamente eran pocos los que curaban sino que casi todos antes del
tercer día de la aparición de las señales antes dichas, quién antes, quién
después, y la mayoría sin alguna fiebre u otro accidente, morían. Y esta
pestilencia tuvo mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella se
abalanzaban sobre los sanos con quienes se comunicaban, no de otro modo que
como hace el fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando se le avecinan
mucho.
(Giovanni Boccaccio.
Decamerón. Prólogo, traducción y notas de Esther Benítez. Madrid,
Alianza, 2014)
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