Esperar junto a este mar (en el
que nacieron las ideas)
sin ninguna idea. (Y así tenerlas
todas).
Ser sólo la brisa en la copa del
pino grande,
el aroma del azahar, la noche de
orquídeas
en las calas olvidadas.
Sólo permanecer viendo el ave que
pasa
y no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie de relámpagos
que llegarán saltando de una isla
a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser
feliz.
Quedar flotando y transcurriendo
de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como un remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo
sentenciado.
Ser como la hora de las barcas en
las noches de enero,
que se adormecen entre narcisos y
faros.
Dejadme, no con la luz del
conocimiento
(que nació y se alzó de este
mar),
sino simplemente con la luz de
este mar.
O con sus muchas luces:
las de oro encendido y las de
frío verdor.
o con la luz de todos los azules.
Pero, sobre todo, dejadme con la
luz blanca,
que es la que abrasa y derrota a
los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas
como cuchillos.
Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano
como a un puñado de sal.
O de luz.
Cerrar los ojos en el silencio
del aroma
para que el corazón —al fin—
pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor
crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas
abiertas; dejadme
con el plenilunio de los
ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua
en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se
pierde
en los labios de una mujer.
(Antonio Colinas. Libro de la mansedumbre. Barcelona,
Tusquets, col. Marginales/ Nuevos textos sagrados, 155, 1997)
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