Dado su contraste externo e interno,
debían de ser una pareja peculiar. Else, un derviche vertiginoso, de baja
estatura y complexión prieta, vestida sin estilo y mal peinada, riendo y
regocijándose, gritando y llorando impetuosamente. Erich, dos cabezas más alto,
impoluto desde la punta de sus zapatos hechos a medida hasta su sombrero
panamá, lento en sus movimientos, absorto en su reflexión y moderado tanto en
lo acústico como en lo emocional. ¿Cómo aguantó él aquella traca ininterrumpida
de raptos de emoción y entusiasmo? Sin duda, a veces lo dejaría atónito, otras,
como en la plaza de San Marco o la isla de los narcisos, lo arrebataría. Pero visto
en su conjunto, seguro que le hubiera convenido un poco más de sosiego y
mesura. Probablemente, había también instantes en los que Else manifestaba su
felicidad de forma menos tormentosa, como por ejemplo en el ambiente
pretencioso de Brioni, o cuando Erich acababa de reprenderla por no haberse
estado quieta en una iglesia o de amonestarla para que por una vez dejara
imperar la sensatez en la cama. Entonces ella sacaría su parte civilizada y lo
reconquistaría enseguida con sus observaciones originales y sus perspicaces
consideraciones. Nadie podía escapar a la pequeña y compacta Else, ese dechado
de gozo vital, esa fuente de ternura y calidez, esa llama de inteligencia
diáfana y lúcida. En aquel primer viaje largo, ella debió ser para Erich, pese
a alguna reticencia, la revelación de la vida verdadera.
(Angelika Schrobsdorff. Tú no eres como otras madres. Traducción
de Richard Gross. Cáceres/ Madrid, Periférica & Errata Naturae, 2016. NOTA:
La propia Else escribe el texto hemos copiado y no lo escribe para sí misma... Se las sabe todas)
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