Y nosotros que éramos José Trigo, nosotros estábamos allí,
en el atrio del templo de Santiago y vimos acercarse a los hombres, vimos las
antorchas, vimos las banderas rojinegras y fuimos un hombre bailado por la luz:
así nos vieron, así nos viste tú, tú que tenías mil caras también bañadas por
la luz de las antorchas, y así nos vimos nosotros, reflejados dos veces en tus
ojos y mil veces despedazados en los cristales de sudor que cubrían tu piel, la
piel de una y de otra cara, pieles barbadas y pieles lampiñas, pieles tersas y
pieles salpullidas: una cara donde aletean el fuego y la sombra: se acerca, se
agiganta, la vemos, pasa, y atrás otra cara donde aletean el fuego y la sombra:
se acerca, se agiganta, pasa, y una y otra y otra y otra, una y otra alzamos la
vista y vemos los puños, puños fuertes, macizos, surcados por venas pálidas y
uno y otro y uno se acercan, se agigantan, iluminan nuestra cara, nuestro pecho,
nuestros brazos, nuestras piernas y se alejan, y bajamos la vista y vemos las
caras, las de ellas, de las mujeres, caras limpias y caras frescas, caras pintarrajeadas y caras secas, cabezas negras y cabezas grises y cabezas rubias y bajamos la vista
y vemos sus pechos y vientres y muslos y a la altura de sus pechos, o de sus
hombros o de sus vientres vemos a uno y otro, unos y sólo el cielo de estos
campamentos, y no hasta las estrellas, sino mucho más acá, y caen hasta sólo
las hojas de estos árboles, hasta sólo las piedras de estos campamentos, hasta
sólo nuestras manos de estos hombres, de este hombre que fue muchas veces
como un solo hombre, y sólo una
vez, sólo una noche de un
mes de diciembre de mil novecientos sesenta, fue como todos los hombres: viendo, oliendo, sintiendo, gustando, oliendo: fue todos
los hombres; fue los hombres que metieron al suegro de Manuel Ángel en una
jaula, para pasearlo el doce de diciembre; fue don Pedro el carpintero que hizo
la jaula; fue los ferrocarrileros que hachearon los durmientes para hacer antorchas y fue aquellos que las embrearon, fue las mujeres que cosieron las banderas rojinegras y los
trajes blancos de los niños; fue el hombre que les dijo que los ganaderos
acabarían con cualquier manifestación, pero que no se atreverían a hacerles
nada si se reunían
para homenajear a la Virgen de Guadalupe y que eso harían, y que después marcharían por las calles de la Ciudad, con sus mujeres y sus hijos,
adelante cuatro hombres que llevarían en andas la jaula, atrás los niños con
los cirios, atrás las mujeres con las banderas y las mantas y atrás los hombres con las antorchas: y
fue José Trigo, José Trigo que
anduvimos, casi en vilo, hombros los nuestros oprimidos por otros hombros;
costillas, las nuestras, magulladas por los codos de los hombres; magulladas
por los codos de los hombres; y codos, los nuestros, magullando costillas de
las mujeres, pechos que se aplastan en nuestra espalda, nalgas que se nos
juntan al sexo, caderas que nos zarandean, y puños, los nuestros, cerrados y
juntos al pecho, al nuestro, y zapatos que pisan los nuestros y ojos que nos miran,
ojos en que nos miramos, cogotes que miramos,
sudorosos, copetes grasientos, perros que aúllan entre nuestras piernas, y antorchas,
banderas, escarabajos aplastados, y así, hombro con hombro fuimos llevados casi
en vilo nosotros José Trigo que
vimos: con nuestros grandes ojos al tamaño de todo lo que se puede mirar de una vez: un
hombre pequeño, pequeño a lo lejos, pequeños sus ojos, diminuto su rostro, su
pecho, sus piernas y él, ellos,
los hombres o el hombre,
con sus ojos grandes del tamaño de
todo lo que se puede mirar una vez: mirar muchos ferrocarrileros que se acercan
portando antorchas y estandartes y
mantas y banderas, y entre ellos un hombre pequeño, pequeño a lo lejos,
pequeños sus ojos y diminuto su pecho, sus hombros, su cuello: es José Trigo,
entre ellos, y nos mira: es Manuel Ángel, él solo, apartado, junto al
viejo Todolosantos, Manuel Ángel que nos ha visto, igual que ayer, igual que
anteayer y que siempre, y se
acerca, se abre paso a codazos, grita, estira la mano y su mano no se acerca: crece, se infla como un
globo, se hincha y flota y es más grande que su rostro, que su pecho, que la
torre del campanario que se ve a través de los dedos que se curvan como garras,
los dedos que se prenden,
que se estiran, que se desinflan, que se alejan, que nos abren la
camisa y saltan los botones, que se desprenden,
que se estiran, que se desinflan, que se alejan, que se levantan
hacia el cielo como los dedos, la mano, el brazo, los brazos de un hombre
que se ahoga en el mar, y la corriente, el mar, el agua de cabezas fluye,
refluye, asciende, baja, se ondula, serpea, y sobre las cabezas vemos el rostro
del hombre, el rostro de Manuel Ángel: cabezas que lo cubren, el rostro, cabezas,
el rostro, cabezas, los antebrazos, cabezas, las manos, cabezas, los dedos,
cabezas y antorchas, banderas y cabezas, y después, nada: flotamos en un mar
cubierto de pieles suaves y no
lo vemos; sobre nosotros flamean mil antorchas, como mil soles, y no las vemos; entre nosotros rugen,
rugen las voces, chasquean las lenguas, trepidan las cuerdas bucales, doblan
las campanas, estallan los fuegos, vibra el aire, y no oímos, y no vemos, no
sentimos, no gustamos: todo está oscuro, incoloro, silencioso, levantamos nuestra mano, o la estiramos hacia
el frente, deslizamos
nuestros dedos por una superficie pulida, suave, fría, recta; encima de
nosotros, o enfrente, o enfrente y encima, aparece un hilo de luz, tan largo
como nosotros, de nuestra cabeza a nuestros pies; pero el hilo es una
franja de luz interrumpida por
una sombra; pero la franja es tan ancha como todas las cosas que se pueden
ver de una sola vez: un cielo raso enfrente y encima de nosotros vigas de
madera que lo cruzan, telarañas que cuelgan hacia abajo o que se extienden
horizontalmente, flotando en el aire y apuntando hacia nuestros ojos, y una cara, una enorme cara de la cual
sólo vemos la sombra y los cabellos, y de los cabellos caen virutas, sobre
nuestro pecho, y en la sombra se abre una sombra más densa aún,
y de ella cae una lluvia de minúsculas, volátiles partículas de
saliva, y una lluvia de palabras, palabras que ahora, ahora que
volvemos a ver y a oír y a sentir el mar de cabezas, las antorchas, el humo de
la pólvora, el sudor frío, ahora recordamos: sí, era don Pedro, sí, esa cara, esa
sombra, esas virutas que caían de los cabellos, esa sombra, esas virutas que caían de los cabellos y esas palabras que
nos decían: por esta tal vez te salvaste, por esta vez, quién te manda, quién
te dice que cruces el Puente, quién que vivas con la mujer de Manuel Ángel, ve,
vete, corre, deja los campamentos, salte de esa caja de muerto y no vuelvas
nunca porque no quiero más líos, vete, vete, corre, deja, huye, no vuelvas,
corre; esas palabras, esas
mismas, nos subieron como hormigas por el cuerpo, nos jalaron, nos empujaron esa noche
del doce de diciembre de hace
muchos años, nos dieron fuerzas para luchar con el mar de cabezas,
con los brazos que nos rechazaron, con los codos que golpearon nuestras sienes,
sin oír, sin ver, sin oír y sin ver, porque no fuimos, no éramos el hombre o los hombres que
hubo: en un árbol, en la torre del campanario, en el techo de un furgón o
encima de un par de zancos, no hubo hombre
que los viera acercarse, hombre atalaya o catalejos que lejos, cerca, los viera
acercarse, aproximarse, ojos platos cristalinos
y largamente hocicos tubulares y negros, y en las manos amasando continentes
lacrimosos de penas amarillas, porque otras palabras ajenas, lejanas, nunca
oídas en estos campamentos y muy diferentes de las palabras vete, huye, no
vuelvas con la mujer del Campamento Oeste porque Manuel Ángel te va a matar,
habían dicho: seguro que esos desgraciados ferrocarrileros se aprovechan de la
fiesta de la Virgen de Guadalupe para hacer un relajito, así que les vamos a
mandar a los granaderos: y se acercaban y nadie los veía: por la Calle de la
Crisantema, por la Calzada de Nonoalco, por los Talleres centrales, por la
Plaza de Santiago, por el Norte, por el Sur, el Este y el Oeste se acercaban,
silenciosos, amparados por la sombra, por las luces, por el ruido del mar de
cabezas y antorchas y banderas del que huíamos nosotros, no sabiendo si atrás
de nosotros, no viendo si atrás de nosotros, venía, corría, se ahogaba el hombre de
las manos gigantes, Manuel Ángel, persiguiéndonos hoy como ayer y como
anteayer, y como siempre, nosotros adelante, él atrás y muy cerca de
nosotros, o muy lejos, muy lejos ahora que el silencio o el casi silencio nos
cubre: un casi silencio arrugado, crujiente, y casi oscuro: nosotros estamos
casi engurruñados en el piso, sobre las duelas frías, entumecidos, adoloridos, y
el casi silencio es como el crujido de un papel que cubre
nuestra cabeza y nuestro pecho y parte de nuestras piernas; es como el
chasquido de las piedras cuando los zapatos de Bernabé las pisan al salir de la
caseta de guardacruceros: sale un zapato y sale el otro, y las pantorrillas,
enfurecidas en un pantalón de dril, y más arriba de las pantorrillas el borde, nebuloso,
del calendario que nos cubre medio cuerpo; y es como las palabras que dice, no
Bernabé, pero sí dicen sus pies, pantorrillas y corvas nebulosos,
más allá del borde claro, definido, del calendario que nos cubre la cabeza, pecho,
rodillas, y más acá de las otras piernas; las piernas de Manuel Ángel que
hablan y preguntan dónde estamos nosotros, José Trigo, nosotros que ayer huimos
de él y nos escondimos en una caja de muerto en la carpintería de don Pedro el
carpintero; nosotros que hoy nos escondimos en la caseta de Bernabé en
guardacruceros de la calle de Naranjos esquina con la Crisantema: porque no le
hicimos caso a don Pedro que nos dijo que no volviéramos: volvimos al
Campamento Oeste, para dormir con Eudiviges, y volvimos al Campamento Este, para
ver a la Virgen. Así fue las tres noches del Triduvio. La primera, la segunda,
la tercera noche. El diez, el once, el doce de diciembre.
(Fernando del Paso. José
Trigo. México, Siglo XXI, 1966)
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