Hay un fragmento de una conversación. Lo guardo en la
memoria. Alguien intenta convencerme:
—No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su
marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de
contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez.
Pero yo estoy como loca: “¡Lo quiero! ¡Lo quiero!”. Él
dormía y yo le susurraba: “¡Te amo!”. Iba por el patio del hospital: “¡Te amo!”.
Llevaba el orinal: “¡Te amo!”. Recordaba cómo vivíamos antes. En nuestra
residencia... Él se dormía por la noche solo después de cogerme de la mano.
Tenía esa costumbre, mientras dormía, cogerme de la mano... toda la noche.
En el hospital también yo le cogía la mano y no la soltaba.
Es de noche. Silencio. Estamos solos. Me mira atentamente, fijo, muy fijo, y de
pronto me dice:
—Qué ganas tengo de ver a nuestro hijo. Cómo es.
—¿Cómo lo llamaremos?
—Bueno, eso ya lo
decidirás tú.
—¿Por qué yo sola, o es que no somos dos?
—Vale, si es niño, que sea Vasia, y si es niña, Natasha.
—¿Cómo que Vasia? Yo ya tengo un Vasia. ¡Tú! Y no quiero
otro.
¡Aún no sabía cuánto lo quería! Solo existía él. Solo él...
¡Estaba ciega! Ni siquiera notaba los golpecitos de debajo del corazón. Aunque
ya estaba en el sexto mes. Creía que mi pequeña, al estar dentro de mí, estaba
protegida. Mi pequeña...
(Svetlana Alexiévich. Voces
de Chernóbil. Crónica del futuro. Traducción de Ricardo San Vicente. Madrid,
Siglo XXI, 2006)
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