Una gran obra poética es menos el triunfo de una persona
que la ocasión que se nos ofrece a todos de reanudar
una búsqueda idéntica.
(Yves
Bonnefoy)
Para terminar, me gustaría
detenerme un momento en esas líneas, en esos pasajes de un poema que capturan
la atención del lector con más frecuencia que otros, y que al mismo tiempo
devuelven al lector a lo que en realidad es, en su propia vida,
independientemente de la lectura que ha emprendido y que ahora deja a un
lado. Me pregunto si aún quienes prefieren pensar en términos de estructuras
y efectos profundos que unen a toda la materia verbal, ¿no suelen encontrar
en esos momentos de intensidad, de belleza, de repentina y poderosa sensación
de certidumbre un indicio inequívoco de que la escritura está condenada a
cierta heterogeneidad? ¿Deberíamos sorprendernos ante esos cielos despejados
en pleno tiempo nublado, ante esas súbitas iluminaciones, cuando la experiencia
de lo que se nos revela, con sus innovaciones a lo que habita más allá del
lenguaje, resulta sólo un tejido de momentos de elevación y de caída:
instantes de entusiasmo —cuando los permite la configuración de ciertas
circunstancias, modificando la relación entre las palabras— acompañados
de momentos en los que se aguarda en vano? Esta condición fundamentalmente
cíclica de la experiencia vital no puede traducirse a la continuidad de un
texto, a menos que se abandone la ambición que anima a esa experiencia; de
otro modo, la escritura adquiere un carácter fragmentario, se reanuda al
azar y en momentos diferentes, tras lo cual el libro que uno condesciende a
publicar no será sino una yuxtaposición de varios fragmentos, de entre
los cuales un ojo experimentado sabrá cómo entresacar las fisuras –aquellos
versos que son a veces más intensos que otros— que recorren las planchas de
metal y que conservan indicios de antiguas incandescencias.
(Yves Bonnefoy. “Lever les yeux de son libre”, dans Nouvelle
Revue de Psychanalyse (“La Lecture”), nº 37, París, Gallimard, 3 mai
1988)
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