—Mezcal —dijo el Cónsul.
El salón principal de El Farolito estaba desierto. Desde un
espejo que, colgado tras el bar, también reflejaba la puerta abierta a la
plaza, su rostro, mudo, lo miró fijamente con los ojos colmados de un presagio austero
y familiar.
Sin embargo, el sitio no estaba en silencio. Lo invadía aquel
latido: el tic-tac de su reloj de pulsera, de su corazón, de su conciencia, de
algún otro reloj. También, de muy abajo, venía un lejano rumor de agua
corriente, de un derrumbe subterráneo; y además aún podía escuchar las hirientes
y amargas acusaciones que él mismo lanzara contra su propia desdicha, voces
como de un altercado, la suya más alta que las demás, mezclada ahora ya con las
otras que parecían gemir acongojadas a lo lejos: —¡“Borracho”, “Borrachón”,
“Borraaacho”!
Pero una de estas voces, implorantes, era como la de Yvonne, aún
sentía a sus espaldas su mirada, la de ellos en el Salón Ofelia. Rechazó adrede
todo pensamiento de Yvonne. Bebió deprisa dos mezcales: las voces cesaron.
Chupando un limón hizo el inventario de cuanto lo rodeaba. El
mezcal lo tranquilizaba y a la vez entorpecía su mente; para que cada objeto le
hiciera una impresión hacía falta que transcurrieran algunos momentos. En un
rincón del salón, había un conejo blanco que roía una mazorca de maíz.
Mordisqueaba con aire indiferente los granos morados y negros como si tocase un
instrumento. Detrás del bar colgaba de un eslabón afianzado una hermosa vasija
oaxaqueña con “mezcal de olla” de la que habían vertido su bebida. A ambos
lados se alineaban botellas de Tenampa, Berreteaga, “Tequila Añejo”, “Anís
doble de Mallorca”, una garrafa violeta con “delicioso licor” de Henry Mallet,
una maroma de cordial de menta, una botella alta y acanalada de “Anís del
Mono”, en cuya etiqueta un demonio blandía un tridente. Sobre el ancho
mostrador había platitos con palillos, chiles, limones, un cubilete lleno de
pajas y un tarro de vidrio en el que estaban cruzadas largas cucharillas. En
uno de los extremos había grandes jarras multicolores y de forma de bulbo
llenas de aguardiente, alcohol puro de diferentes sabores en el que flotaban
cortezas de cítricos. Un cartel de baile de la noche anterior en Quauhnáuac,
clavado junto al espejo, le llamó la atención: “Hotel Bella Vista Gran Baile a Beneficio de la Cruz Roja. Los Mejores
Artistas del radio en acción. No falte Ud.”. Un escorpión estaba adherido
al cartel. El coronel observó con atención todos los objetos. Exhalando largos
suspiros de alivio glacial incluso contó los palillos. Aquí estaba a salvo; era
éste el lugar que quería: el refugio, el paraíso de su desesperación.
(Malcom
Lowry. Bajo el volcán.
Traducción de Raúl Ortiz y Ortiz.
Barcelona, Tusquets Editores, 1977)
No hay comentarios:
Publicar un comentario