El
totalitarismo difiere esencialmente de otras formas de opresión política que
nos son conocidas, como el despotismo, la tiranía y la dictadura. Allí donde se
alzó con el poder desarrolló instituciones políticas enteramente nuevas y
destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país. Fuera
cual fuera la tradición específicamente nacional o la fuente espiritual
específica de su ideología, el gobierno totalitario siempre transformó a las
clases en masas, suplantó el sistema de partidos no por la dictadura de un
partido, sino por un movimiento de masas, desplazó el centro del poder del
ejército a la policía y estableció una política exterior abiertamente
encaminada a la dominación mundial. Los gobiernos totalitarios conocidos se han
desarrollado a partir de un sistema unipartidista; allí donde estos sistemas se
tornaron verdaderamente totalitarios comenzaron a operar según un sistema de
valores tan radicalmente diferente de todos los demás que ninguna de nuestras
categorías tradicionales legales, morales o utilitarias conforme al sentido común
pueden ya ayudarnos a entendernos con ellos, o a juzgar o predecir el curso de sus
acciones.
(Hannah
Arendt. Los orígenes del totalitarismo.
Traducción
de Guillermo Solana. Prólogo de Salvador Giner.
Madrid, Alianza Editorial,
2011, pág. 617)