Y
yo inventé una fábrica de seda. Era un edificio sin exterior con una escalera
por cuya baranda subía siempre una procesión de gusanos. Y esos gusanos engordaban
a cada piso que subías y, aunque el edificio no tenía techo, no podías ver el
cielo porque el tejado lo constituía la eclosión y vuelo de las mariposas. Entonces
se me dijo modernista y que había perdido la ironía; me fue aconsejado que no
hablara más ya de seda ni animales en peligro de extinción, porque cuando
definitivamente se extinguieran, habría de recortar esas palabras con tijeras
de las páginas o mi obra quedaría envejecida. Pero a mí me dio pena y escribí
más y más sobre osos polares, ballenas o hipopótamos y dije que la luna era la
mancha blanca en la espalda de un macho gorila. Porque quería extinguirme junto
a los animales grandes, los animales grandes que eran tu alma cuando se la
miraba con una linterna.
Pues
contigo era así: algo podía ser torpe o inane, pero en torno a las cosas que
veías crecía una hiedra buena y cuando alguien se acercaba a enjuiciarlas, ya
estaba en cambio allí aquella hiedra y sus pájaros unidimensionales, como una dignidad.
Entonces lo que veían no eran las cosas, sino lo que tú amabas. Aunque tampoco
era que tú imaginaras los objetos, no es que tu cerebro, como el del filósofo
polaco, se metamorfosease en formas geométricas al pensar y diera luz al mundo,
no como un pulpo que entra lentamente por el ojo de un aguja; no, no así, tú
eras tu cuerpo, tú amabas algo como a partir de él, de lo que de ti habitaba en
él, dándole como mundo para ser, como agua para germinar, porque un jardín no está
si no lo miras, pero si por fuerza del amor sensorial los geranios afrutaban melocotones
de puro terciopelo del tic tac de tu tacto o la rosa en verano levitaba en la
rama hasta madurar un corazón, eso no era para ti imaginación alguna, era tu
amor, y las cosas florecían, cómo decirlo, las cosas florecían sumergiéndose en
sus propios emocionados colores. O porque tú lograbas al calor de la zarza de
Moisés que vieran cómo hervía la creación en sus cuerpos pequeños y entonces no
volvían a ti, volvían a ellas inocentemente, volvían a ellas incesantemente (y
eran la fórmula concreta de todas las infancias).
Así
tu bondad hacía correr al Tánger por las escaleras de los rascacielos. Y qué
más da que el ciempiés tuviera noventa y nueve pies o que señalaras un hipopótamo
de dos milímetros: tú lo llamarías por su nombre, porque tú llamabas a las cosas
queriéndolas, exactamente iguales a la cifra que en ti encontraba mundo, el
hueco exacto para no ser algo solo.
Y
eso es lo que he sabido ahora que no estás, eso es lo que he sabido y eso
repito mucho para que todos los seres pobres y torpes de este mundo y miserables
se extingan en un brillo y vuelvan a ser tú.
(Juan Andrés
García Román. La adoración.
Barcelona, DVD Ediciones, 2011. El poeta en la imagen)
Barcelona, DVD Ediciones, 2011. El poeta en la imagen)
Increible relato de amor, tal vez extinguirse sintiendo tanto es una buena forma de desaparecer.
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