I
Creo que hablar con el modelo mientras trabaja le distrae de
su constante ansiedad, resultado de la convicción de que es imposible
representar en el lienzo lo que se tiene ante los ojos. Esta ansiedad a menudo
se expresa en forma de suspiros melancólicos, palabrotas furiosas y, en
ocasiones, gritos agudos de rabia y/ o dolor. Sufre. De eso no cabe le menor
duda.
II
Dijo pausadamente, “¿ves qué criatura tan miserable soy?”
“Sí”, dije. “Ya veo.”
Verdaderamente, tenía un aspecto bastante miserable. Pensé
que este era el verdadero Giacometti, sentado y solo al fondo de un café,
inconsciente de la admiración y reconocimiento que le profesaba el mundo entero,
mirando a un vacío en el que nunca encontraría ningún consuelo, atormentado por
la desesperada dicotomía de su ideal, condenado por esa misma desesperación a
luchar mientras viviera para tratar de superarla. Y qué consuelo podría
haber encontrado en que los periódicos
de varios países hablaran de él, que los museos de todo el mundo expusieran sus
obras, que gente que nunca vería le conociera y admirara. Ninguno. Ninguno en
absoluto.
III
Mientras hablaba, contemplaba a la muchedumbre que esperaba en la terminal del aeropuerto. Su dedo índice se movía de un lado a otro sobre la brillante superficie de la mesa de formica, como si fuera un lápiz, con el gesto insistente de estar dibujando. Sus ojos ya no parecían posarse en ningún objeto concreto, sino que estaban más allá del lugar y tiempo presentes. A través de su dedo moviéndose, todo su ser parecía entregarse a un ideal en el que la realidad, intocable y desconocida, siempre permanecía a la espera de ser descubierta.
(James Lord. Retrato de Giacometti.
Traducción de Amaya Bozal.
Madrid, Antonio Machado Libros,
2016)

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