En el recibidor había un perchero con muchos colgadores y un
espejo. Allí estaba el sombrero de terciopelo de Dolly. A la salida del sol,
cuando las brisas matutinas recorren la casa, el espejo reflejó el velo
tembloroso.
Entonces supe, con una seguridad como nunca había sentido,
que Dolly acababa de dejarnos. Unos momentos antes había dejado de ser vista y,
en mi imaginación, la seguí. Había cruzado la plaza, luego dejó atrás la
iglesia, ahora llegaba a la colina. La hierba de la pradera brillaba a sus
pies. Era todo lo lejos que quería seguir.
(…)
He leído que el pasado y el futuro son una espiral cada una
de cuyas vueltas contiene a la próxima y predice su forma. Quizá sea así, pero
mi propia vida me ha parecido más bien una serie de círculos cerrados, de
anillos que no se desarrollan con la libertad de una espiral. Para mí, pasar de
uno a otro de esos círculos significa un salto, no un deslizamiento suave. Lo que
me debilitaba era el intervalo entre ellos, la espera mientras no sabía hacia
donde debía saltar. Tras la muerte de Dolly estuve como suspendido, sin saber
adónde saltar, durante mucho tiempo.
(Truman Capote. El arpa
de hierba. Trad. de Joaquín Adsuar. Barcelona, Anagrama, 1991)
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