María Hinojosa era dependienta en
una tienda de ultramarinos –propiedad de un tío suyo— que tenía despacho en la
calle Guadarmino, cercana a la plaza bulliciosa de la Alfalfa. Una tarde, en
medio de uno de esos paseos sin norte que solía dar cuando lograba cerrar
temprano la tienda por falta de afluencia de turistas, entré allí a comprar una
lata de cerveza y un bocadillo, y salí con el bocadillo, con la lata de cerveza
y con la cabeza extraviada en esas regiones sentimentales que tanto daño han
hecho a los humanos en general y tanto bien, en cambio, al arte secular de la
poesía, que tiene la fea costumbre de nutrirse no sólo de todo lo malo que nos
pasa, sino también de todo lo que nos deja dolorosamente de pasar.
María Hinojosa era delgada y
blanquecina, de pelo muy negro y muy lacio, con unos ojos que, según la luz,
oscilaban entre el gris y el celeste y que sólo parecían haber visto cosas
mortecinas, por la languidez aterrada que se leía en ellos, y me dio por atribuirle
un misterio de espíritu que, en aquel primer encuentro, ella ni negó ni
ratificó, pues sólo abría la boca para musitarme el importe. La vi, no sé, con
la lente de los hechizados: una criatura etérea, con algo de maniquí gótico,
caída –por uno de esos errores de guión tan típicos de la vida— en un reino
hostil de legumbres, de latas de conserva y embutidos.
(…)
Iba a recogerla en torno a la
nueve de la noche, cuando su tío echaba el cierra a su tienda y yo a la mía, y
paseábamos durante un rato por el barrio, acrecentando ella su misterio con
unos silencios casi inolvidables y yo dándome pisto de mundano y de próspero. Los
domingos la llevaba al cine y luego la invitaba a cenar en la Sandwichería
Teodoro, que era su sitio favorito.
(…)
Tardé más de un mes en besar a
maría Hinojosa, hija de cuarterona y calé, aunque había salido blanquita como
la leche, con la piel entre la cera y la porcelana, y aún recuerdo el respingo
que dio cuando le metí la lengua en la boca, porque era su primera vez, y
aquello fue algo así como inaugurarle el cuerpo.
(Felipe Benítez Reyes. El azar y viceversa.
Barcelona, Destino,
col. Áncora y Delfín, 1349, 2016)
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