A
todos los adolescentes de la tierra
En entredicho siempre de las autoridades, de
la gente
que con trabajo ajeno se enriquece y
triunfa.
(Luis
Cernuda)
Le sang! Le sang! La flamme d´or.
(Arthur Rimbaud)
En estos días
primaverales --del 18 de marzo al 28 de mayo— de 1871 tuvo lugar La Commune
de Paris. Dicen que Arthur Rimbaud
(que entendió mejor que Marx en qué consistía la revolución) estuvo en el París
de aquellos días y se ayuntó con los insurrectos. Dicen “indigencia”, “un reloj
mal vendido”, “prisión”, pero poco se sabe del Rimbaud de aquellos días, y de
saberlo –su estancia en aquel París revolucionario—, nadie sabe a ciencia
cierta qué le ocurrió. Qué hizo o deshizo. Qué le hicieron o deshicieron. Pero
sí sabemos que en junio de ese mismo año el poeta adolescente vuelve a casa de
la madre en Charleville. Vuelve el hijo, y su regreso no es el colofón
de una de sus habituales escapadas, idas y venidas, innumerables jornadas de
asombro y vagabundeos (eso que, sólo ahora lo sé, se llamaba vida). Aquel poeta adolescente que llega
a casa es ya completamente otro. Pide a sus amigos que quemen los poemas que
les había enviado. Aquellos poemas escritos por un muchacho aldeaniego que
sabía de alquimias, tonadas y latines; dibujaba arabescos, había leído a los
clásicos. Aquel muchacho asilvestrado y no obstante un príncipe; aquel
adolescente sabio, no obstante un palurdo, barrerá a todos los poetas olímpicos
de París, a quienes conocerá y cuyos poemas se sabe de memoria desde mucho
antes de marchar a la Corte. Más revolucionario y moderno que Poe y Baudelaire
(o que Mallarmé, Valéry y Eliot), pero más difícil de atrapar (hincarle el
diente mucho más complicado), es también el más antiguo, el más ancestral; sus
intuiciones más recónditas, sus saberes cada vez más lejanos. Aquel muchacho,
rubio y oscuro como la vendimia tarda y las mieses de mayo, apoya un puñado de
papeles contra el madero (una viga arrumbada quizá, quizá el tablero de un
barco), contempla la tiniebla del tintero, y ve cómo se desgarra la luz. Se
mira las manos con aquel azul pavoroso entre académicos y cortesanos, y
comienza a escribir --en estos días primaverales-- su revolución, que es
también la nuestra, en el silo de una aldea perdida o a las afueras fabriles de
un pueblo olvidado, lugares donde se originan los incendios y se fragua la
Revolución. Siempre a extramuros de las ciudades que ardieron y arderán como
arden ahora entre mis manos los poemas de aquel muchacho que algunos leemos todavía
como si fueran la Palabra de Dios. En un mundo sin dioses, indefensos y no
obstante cobijados, un puñado de papeles, el fuego y aquel muchacho.
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