Conocer el
cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una
lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un
nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios
por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición
infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario,
instrumental del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a
no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a
fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del
funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce:
cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada
uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es solo la
mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se
añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de
suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el
ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y
qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de
las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de
una mujer no tiene puertas, como el mar.
(Julio Ramón Ribeyro. Prosas
apátridas.
Barcelona, Seix Barral, 2007)
Barcelona, Seix Barral, 2007)
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