miércoles, 25 de febrero de 2015

La mentira


La inmoralidad de la mentira no radica en la vulneración de la sacrosanta verdad. A fin de cuentas tiene derecho a invocarla una sociedad que compromete a sus miembros forzosos a hablar con franqueza para poder luego tanto más eficazmente sorprenderlos. A la universal falsedad no le conviene permanecer en la verdad particular, a la que inmediatamente transforma en su contraria. Pese a todo, la mentira porta en sí algo cuya conciencia le somete a uno al azote del antiguo látigo, pero que a la vez dice algo del carcelero. Su falta está en la excesiva sinceridad. El que miente se avergüenza porque cada mentira tiene que experimentar lo indigno de la organización del mundo, que le obliga a mentir si quiere vivir al tiempo que le canta: «Obra siempre con lealtad y rectitud.» Tal vergüenza resta fuerza a las mentiras de los más sutilmente organizados. Estas no lo parecen, y así la mentira se torna inmoralidad como tal sólo en el otro. Toma a éste por estúpido y sirve de expresión a la irresponsabilidad. Entre los avezados espíritus prácticos de hoy, la mentira hace tiempo que ha perdido su limpia función de burlar lo real. Nadie cree a nadie, todos están enterados. Se miente sólo para dar a entender al otro que a uno nada le importa de él, que no necesita de él, que le es indiferente lo que piense de uno. La mentira, que una vez fue un medio liberal de comunicación, se ha convertido hoy en una más entre las técnicas de la desvergüenza con cuya ayuda cada individuo extiende en torno a sí la frialdad a cuyo amparo puede prosperar.

(Theodor W. Adorno. Mínima moralia. Reflexiones desde la vida dañada.
Versión castellana de Joaquín Chamorro Mielke. Madrid, Taurus, 2001)

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