La inmoralidad de la mentira no radica
en la vulneración de la sacrosanta verdad. A fin de cuentas tiene derecho a
invocarla una sociedad que compromete a sus miembros forzosos a hablar con
franqueza para poder luego tanto más eficazmente sorprenderlos. A la universal
falsedad no le conviene permanecer en la verdad particular, a la que inmediatamente
transforma en su contraria. Pese a todo, la mentira porta en sí algo cuya
conciencia le somete a uno al azote del antiguo látigo, pero que a la vez dice
algo del carcelero. Su falta está en la excesiva sinceridad. El que miente se
avergüenza porque cada mentira tiene que experimentar lo indigno de la
organización del mundo, que le obliga a mentir si quiere vivir al tiempo que le
canta: «Obra siempre con lealtad y rectitud.» Tal vergüenza resta fuerza a las
mentiras de los más sutilmente organizados. Estas no lo parecen, y así la
mentira se torna inmoralidad como tal sólo en el otro. Toma a éste por estúpido
y sirve de expresión a la irresponsabilidad. Entre los avezados espíritus
prácticos de hoy, la mentira hace tiempo que ha perdido su limpia función de
burlar lo real. Nadie cree a nadie, todos están enterados. Se miente sólo para
dar a entender al otro que a uno nada le importa de él, que no necesita de él,
que le es indiferente lo que piense de uno. La mentira, que una vez fue un
medio liberal de comunicación, se ha convertido hoy en una más entre las
técnicas de la desvergüenza con cuya ayuda cada individuo extiende en torno a
sí la frialdad a cuyo amparo puede prosperar.
(Theodor
W. Adorno. Mínima moralia. Reflexiones desde la vida dañada.
Versión
castellana de Joaquín Chamorro Mielke. Madrid, Taurus, 2001)
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