Quiero que duermas, niño;
y que se
duerma el mar, que al fin se duerma
esa aflicción
inacabable.
(Simónides de Ceos)
Era
curioso, Leví y Yehudá eran unos grandes granujas, y había que andarse con cien
ojos para que no te engañaran con los precios y la procedencia de los productos
que vendían, pero al llegar la noche, cuando empezaban a hablar de sus
andanzas, nadie era capaz de decir cosas más dulces y amables que ellos. ¡Qué
extraño era el mundo! El engaño
florecía en el corazón del amor; la luz guardaba frutos oscuros; los
palacios, estancias malditas; los
sacerdotes se humillaban ante Dios, pero se comportaban como tiranos ante sus
fieles; y las muchachas más puras se vendían como prostitutas. Todo era
doble, nada era lo que parecía, el fuego daba calor en las noches de invierno
pero destruía las casas y las cosechas, el agua que alimentaba los campos se
llevaba a los niños ahogados, la
mano que acariciaba era la misma que hería y robaba, las palabras de las
más bellas historias les servían a los tiranos para insultar a sus esclavos.
Los hombres eran víctimas y verdugos, reyes y sirvientes, pastores y ladrones
de ganado. Tenían dos almas, una que todo lo recordaba y otra que sólo quería
olvidar.
(Gustavo Martín Garzo. Y que se duerma el mar. Barcelona,
Lumen, 2012. Ilustración de la cubierta de Pablo Auladell. Vid. Simónides de Ceos, en Juan
Ferraté (ed.). Líricos griegos arcaicos. Barcelona, Seix Barral, 1968,
fragmento 21)
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