Coronado por grandes losas anubarradas
que
reposaban como dólmenes cosmológicos
sobre las crestas humosas del pedestal.
(Claude Lévi-Strauss)
I
El inventor del humo ha creado las noches sin luna.
Todo el mundo se pregunta qué ha sucedido. Nadie lo sabe. Sólo lo sabe él, que
levantó la arquitectura de las apariencias frente al palacio de los latidos. Sólo
lo sabe él, que inventó el olor azul de los nombres incendiados. El inventor
del humo ha creado las noches sin abrazos ni susurros. Todo el mundo se
pregunta qué ha sucedido. Pero la respuesta la tiene él y no está dispuesto a
hablar.
II
Luego aparecieron los adoradores del inventor del
humo. Los que le ayudaron a quitarse el sombrero de copa y a que ya no tuviera
que disfrazarse. Los adoradores son más peligrosos que el propio inventor
porque ellos sí se disfrazan. No resulta fácil identificarles. Parecen ángeles
caídos que intentaran recuperar su inocencia robando la de los otros. Regalan mariposas
multicolores con un aguijón en cada ala. Caleidoscopios que muestran las
diversas caras de la codicia, conchas en las que se puedes escuchar el
restallar de los metales. El inventor de humo está orgulloso de sus adoradores,
de que hayan cargado ellos con el símbolo, de que sean tan buenos fariseos. Él,
el creador, el propietario de las voluntades, cada noche, antes de irse a
dormir, reparte unos mendrugos de pan entre sus fieles servidores.
III
El inventor del humo pierde fuerza y, cuando
desfallezca, otro inventor del humo será parido en los púlpitos de la
obediencia y el sometimiento. Se puede leer la resignación en los rostros de
los habitantes del laberinto. Muchos de ellos recorren las calles por las
noches bajo la implacable oscuridad para buscar la salida y huir hacia los
arrabales y los acantilados. Continúan haciéndolo con cierta confianza en
conseguirlo. Pero la salida no está en los mapas, no está escrita en parte
alguna. Está en el repliegue sobre uno mismo y en la escucha del agujero negro.
Sólo unos pocos han conseguido escapar. La mayoría de los habitantes del
laberinto no saben hacerlo o no quieren hacerlo.
¿Qué especie de parálisis atenaza a estos hombres?
¿Continuarán buscando una salida que no existe?
El predicador, los adoradores del inventor del humo
y los guardianes del rencor preparan el terreno para un nuevo nacimiento. Milimetran
cada detalle, revisan cada rincón del espectáculo. Los adoradores avivan los
actos públicos, hacen de ellos un entramado de pedante camaradería. El predicador
habla con más fuerza aún de la necesidad del metal, de la maldición que caerá
sobre el laberinto si se reniega del metal. Los guardianes del rencor vigilan
el orden, los procesos, vigilan sobre todo a los que callan y no otorgan, miran
a los ojos para identificar en ellos la osadía de los despreciados y el pez alado
de la lucidez. El mecanismo está en marcha para un nuevo parto y el olor
pestilente de la placenta se extenderá por las calles, sin remedio.
¿Continuarán engañados los habitantes del
laberinto, amedrentados, buscando la salida equivocada?
(Alberto Cubero. Hendidura. Prólogo de José
Manuel Querol Sanz. Madrid, Devenir, col. Poesía, nº 259, 2014)
El inventor desea que
todos adoren su tiranía.
El espectáculo no puede
fallar.
(Alberto Cubero)
(Alberto Cubero)
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