sábado, 24 de noviembre de 2012

Pobreza


La pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas. Iluminó incluso mis rebeldías. Fueron casi siempre, creo poder decirlo sin hacer trampa, rebeldías por y para todos y para que la vida de todos creciera en la luz. No es seguro que tuviera mi corazón disposición para esa clase de amor. Pero las circunstancias me ayudaron. Para enmendar una indiferencia natural, me situaron a media distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo es bueno bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo. Cambiar la vida, sí, mas no el mundo que consideraba yo como mi divinidad, así fue sin duda como entré en esta carrera incómoda en la que me hallo y me comprometí con la inocencia en una cuerda floja por la que avanzo trabajosamente sin tener la seguridad de alcanzar la meta. Dicho de otro modo, me convertí en un artista si es cierto que no hay arte sin rechazo y sin consentimiento. (…)

Conozco a veces a personas que viven rodeadas de fortunas que no puedo ni concebir. No obstante, tengo que esforzarme para comprender que haya quien pueda envidiar esas fortunas. Viví, hace mucho, durante ocho días colmado con los bienes de este mundo; dormíamos al raso en la playa, me alimentaba con fruta y me pasaba la mitad del día en unas aguas desiertas. Aprendí entonces una verdad que siempre me ha impedido a acoger los síntomas del confort o del acomodo con ironía, con impaciencia, y, a veces, con ira, aunque vivo ahora sin la preocupación del mañana y, en consecuencia, como un privilegiado, no sé poseer. De lo que tengo, y que siempre se me brinda sin haberlo buscado, no puedo conservar nada. Me parece que no tengo por prodigalidad cuanto por una forma diferente de escatimar: soy avaricioso de la libertad que se esfuma en cuanto aparece el exceso de bienes. No ha dejado nunca de parecerme que el mayor de los lujos coincidía con cierta indigencia. Me gustan las casas desnudas de los árabes o de los españoles. El lugar en donde prefiero vivir y trabajar (y cosa más extraña, en donde no me importaría morirme) es la habitación de un hotel. Nunca he podido sentirme a gusto en eso que se da en llamar vida de interior (y que es con tanta frecuencia lo contrario de la vida interior); esa felicidad a la que llaman burguesa me aburre y me asusta. Incapacidad que no es por lo demás, nada de lo que haya que vanagloriarse, pues ha contribuido no poco a nutrir mis peores defectos. Nada deseo con envidia. (…)

Es también el recuerdo de aquellos años lo que me impidió siempre sentirme satisfecho en el ejercicio de mi profesión. Querría referirme aquí, con cuanta sencillez me sea posible, a eso que los escritores suelen callar. Ni siquiera pienso en la satisfacción que proporciona, al parecer, hallarse ante el libro o la página bien logrados. No sé si muchos artistas conocen esta satisfacción. En cuanto a mí, no creo haber sentido nunca alegría alguna al volver a leer una página concluida. (…)

Sí, nada impide soñar en la propia hora del destierro, puesto que al menos sé con certidumbre esto: que la obra de un hombre no es sino ese largo caminar para recuperar, pasando por los desvíos del arte, las dos o tres imágenes sencillas y grandiosas a las que se le abrió el corazón una vez primera. Quizá a eso se deba que, tras veinte años de trabajo y producción, siga viviendo con la idea de que ni tan siquiera he comenzado mi obra.

(Albert Camus. “Prefacio”, en El revés y el derecho. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Madrid, Alianza editorial, 2010. NOTA: Escrito en la Argelia de su primera juventud, entre 1935 y 1936, El revés y el derecho fue reeditada por el autor en 1958, poco antes de su muerte:”Si, pese a tantos esfuerzos para construir un lenguaje y dar vida a unos mitos, no consigo un día volver a escribir El revés y el derecho, será que nunca he conseguido nada”).

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