El
conocido modelo de las etapas de Elisabeth Kübler-Ross, según
el cual uno progresa de la negación a la ira y luego pasa de
la negociación y la depresión hasta la bendición
final de la “aceptación”, no se ha aplicado mucho en mi
caso por el momento. En cierto modo, supongo, he estado “negando”
durante un tiempo, quemando a sabiendas la vela por sus dos extremos
y descubriendo que a menudo produce una luz preciosa. Pero,
precisamente por esa razón, no me veo golpeándome la
frente conmocionado ni me oigo gimotear sobre lo injusto que es todo:
he retado a la Parca a que alargue libremente su guadaña hacia
mí y ahora he sucumbido a algo tan previsible y banal que me
resulta incluso aburrido. En cambio, me oprime terriblemente la
persistente sensación de desperdicio. Tenía auténticos
planes para mi próximo decenio y me parecía que había
trabajado lo bastante como para ganármelo. ¿Realmente
no viviré lo suficiente para ver cómo se casan mis
hijos? ¿Para ver cómo el World Trade Center se alza de
nuevo? ¿Para leer –si no escribir— las necrológicas
de viejos villanos como Henry Kissinger y Joseph Ratzinger?
(Christopher
Hitchens. Mortalidad.
Traducción
de Daniel Gascón.
Barcelona,
Debate, 2012).
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