Yo que cuento esta historia soy sor Teodora, religiosa de la Orden de San Columbano. Escribo en el convento, deduciéndola de viejos papeles, de charlas oídas en el locutorio y de algún raro testimonio de gente que existía. Nosotras, las monjas, tenemos muy pocas ocasiones de conversar con soldados; lo que no sé trato de imaginármelo, pues, ¿cómo haría, si no? Y no todo en la historia me resulta claro. Debéis ser indulgentes: somos muchachas de campo, aunque nobles, siempre hemos vivido retiradas, en aislados castillos y después en conventos; aparte de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos del campo, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos vistos nada. ¿Qué puede saber del mundo una pobre monja? Así pues, continúo trabajosamente esta historia que he empezado a narrar como penitencia. Ahora Dios sabe cómo haré para contaros la batalla, yo que de las guerras, Dios me libre, siempre he estado lejos, y salvo en los cuatro o cinco enfrentamientos campales que se libraron en la llanura bajo nuestro castillo a los que asistimos de niñas desde las almenas, en medio de calderones de pez hirviendo (¡cuántos muertos insepultos quedaban pudriéndose luego en los prados y los encontrábamos cuando salíamos a jugar, al verano siguiente, bajo una nube de moscardones!), yo de batallas, decía, no sé nada.
(Italo Calvino. El caballero inexistente. Traducción de Esther Benítez. Edición al cuidado de María J. Calvo Montoro. Madrid, Siruela, Col. Biblioteca Calvino, nº 6, 2006).
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