En los años cuarenta, cuando yo crecía en Newark, dábamos por sentado que los libros de la biblioteca pública pertenecían al público. Puesto que mi familia no poseía muchos libros ni tenía dinero para que un niño los comprara, era agradable saber que por el mero hecho de estar empadronado en el municipio podía acceder a cualquier libro que quisiera leer de aquel edificio espléndidamente austero en la calle Washington, en el centro de la ciudad, o bien en la filial de la biblioteca en mi barrio, a la que podía ir andando. No era menos satisfactoria la idea de la propiedad en común. Si tenía que cuidar de los libros que tomaba en préstamo, devolverlos intactos y dentro del plazo establecido, se debía a que no eran sólo míos, sino que pertenecían a todo el mundo. Esa idea contribuyó a civilizarme tanto como cualquiera de las que encontrara en los mismos libros.
Si la idea de una biblioteca pública era civilizadora, no menos lo era el lugar, con su grato silencio, sus pulcros estantes y sus informados y serviciales empleados que no eran profesores. La biblioteca no era simplemente el lugar a donde uno tenía que ir en busca de los libros, sino una especie de riguroso refugio al que un muchacho de la ciudad iba de buen grado para recibir su lección de comedimiento y adiestrarse en el dominio de sí mismo. Y luego estaba la lección de orden, del que la misma enorme institución servía de instructora. ¡Qué confianza inspiraba, tanto en uno mismo como en los sistemas, descodificar primero la ficha del catálogo, luego avanzar por los pasillos y escaleras hacia las estanterías abiertas y, una vez allí, encontrar, exactamente donde se supone que estaba, el libro deseado! Para un niño de diez años, descubrir que es capaz de orientarse entre decenas de millares de volúmenes hasta el que desea leer no carece de satisfacciones. Tampoco era moco de pavo llevar en el bolsillo el carnet de la biblioteca, sentarse en un lugar desconocido, lejos de los padres y la escuela, y leer lo que quisieras en un atmósfera de anonimato y de paz. Finalmente, llevar a casa, a través de la ciudad, e incluso de noche a la cama, un libro con un linaje local propio, un árbol genealógico de lectores de Newark a los que ahora se había añadido tu nombre.
(Philip Roth. Lecturas de mí mismo. Traducción de Jordi Fibla. Barcelona, Mondadori, 2008. NOTA: el texto que acabamos de transcribir es un fragmento de un artículo que Roth publicó en las páginas de The New York Time el 1 de marzo de 1969 debido a la decisión del ayuntamiento de eliminar, tras los destrozos que los tumultos iniciados en 1967 habían ocasionado en la mayoría de los barrios negros de Newark, el presupuesto municipal de 2,8 millones de dólares necesarios para financiar el Museo y la Biblioteca Pública de Newark, municipio del estado de New Jersey donde nació y se crió Philip Roth. Finalmente, ante la protesta vehemente y multitudinaria de los ciudadanos, los ediles rescindieron su decisión). (En la imagen --fotografía de Bernard Gotfryd/ Getty Images-- un niño camina por una calle de Newark).
Precioso y aleccionador.
ResponderEliminarGracias (gracias a Philip Roth). Un saludo
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