La
formación de profesor consistía exactamente en ponerse
ante un aula de estudiantes universitarios y pedirles que leyeran
varios relatos
y novelas previamente escogidos y analizados entre nosotros bajo la
supervisión de un profesor, y luego, tres días por
semana, enseñar. Enseñar ficción. Y descubrí
que mi problema consistía en la imposibilidad de imaginarme lo
primero que tenía que hacer, porque, con independencia de la
forma de transmitirlo a otro ser humano, ignoraba cómo leer.
Claro
que había leído muchísimo. Me consideraba lector
y esperaba ser escritor. Me había especializado en inglés
en una gran universidad del Medio Oeste y había terminado con
buenas cualificaciones. Durante un año había “enseñado”
inglés en un instituto de bachillerato y había
trabajado como redactor de la revista Hearst Corporation. Parecía,
pues, que tenía la suficiente experiencia para ponerme ante un
aula de muchachos de dieciocho años. Sólo cuando empecé
a preparar las clases descubrí que no tenía ni idea.
Todavía
puedo decir qué era lo que sabía entonces sobre
literatura de ficción, un conocimiento adquirido casi
íntegramente en la universidad. Conocía ciertos
términos: los personajes eran las personas de la ficción;
los símbolos eran los objetos de los relatos a los que se
adhería un significado adicional (por ejemplo, en Huckleberry
Finn, la balsa era un símbolo); el punto de vista, entendía
yo, no se refería a la opinión de un personaje acerca
de algo, ni a la del autor, sino el significado de lo que el relato
contaba; primera persona, ternera persona, narrador omnisciente.
Sabía que el comienzo era una parte importante del relato y
que, como en “La dama del perrito”, a veces contenía el
germen de todo el texto (pero no sabía por qué eso era
importante), sabía que, a veces, en relatos de apariencia
sencilla subyacían mitos primitivos. Sabía, con cierta
inquietud, que a menudo el lenguaje de un relato o una novela
significaban más, menos o incluso algo completamente distinto
de lo que parecía, y que comprender el relato era comprender
todos los significados al mismo tiempo. “Significado” era a su
vez uno de esos términos, aunque nunca había estado
completamente seguro de saber qué significaba.
Y
sabía otras cosas. Sabía “leer como un escritor”.
De eso hablábamos en nuestros talleres. Había libros
que encerraban lecciones prácticas. Cosas elementales: cómo
hacer que los personajes entraran y salieran con eficiencia de las
distintas habitaciones de la ficción (en esto era bueno
Chéjov); cómo describir de modo eficaz que estaba
oscuro (otra vez Chéjov); cómo eliminar diálogos
inútiles (material como: “Hola, ¿cómo está?”
“Muy bien, ¿y tú?” “Bien, gracias.” “Me
alegro”. “Adiós.” “Adiós”.). Aprendí
que una buena táctica era poner indios –en caso de que los
hubiera— cabalgando por una colina y gritando como locos. Aprendí
que cuando se dudaba de qué paso dar a continuación, se
hacía cruzar una puerta a un hombre con un revolver en la
mano. Aprendí que no se podía salir airoso si en un
relato se eliminaba el personaje principal, aunque nunca me dijeron
por qué, y supongo que a Hemingway tampoco.
Reflexionaba
yo sobre todas estas cuestiones prácticas. Pero en realidad no
parecía que sirviera para nada enseñar a jóvenes
lectores, gente para la que hacer literatura no era una elección
profesional, ni leerla un hecho importante en su vida, sino que
posiblemente fuera tan desagradable como una visita al dentista.
Seguir adelante con la enseñanza de la literatura por este
camino era como enseñar a alguien a construir un coche
elegante y rápido sin permitirle previamente la sensación
de hendir el aire con uno. Nunca sabría exactamente para qué
sirve todo esto.
Lo
que sí parecía que valía la pena enseñar
era qué me hacía sentir
a
mí la literatura cuando leía, dejando ligeramente de
lado las cuestiones de pertinencia. Después de esto, por eso
deseaba yo escribir. La literatura era hermosa y buena. Tenía
misterios, densidad, autoridad, capacidad de conexión,
conclusión, resolución, percepción, variedad,
grandeza, o, en otras palabras, valor
en
el sentido en que Sartre daba a este término cuando escribía:
“La obra de arte es un valor porque es una llamada.” La
literatura me llamaba.
Pero
no tenía idea de cómo enseñar sus cualidades de
llamada, cómo dar con la fuente de lo que sentía y
transmitirlo. Ni siquiera sabía cuándo expresarlo con
mis palabras, o si éstas eran correctas. Enseguida tuve la
sensación que ser el intermediario entre una mente expectante
y un excelente libro es un papel destacado y azaroso que valía
la pena desempeñar. Y me imaginé sentado detrás
de un escritorio metálico y mirando a los estudiantes, Madame
Bovary,
abierto ante mí, los pasajes subrayados, el silencio dominando
cada molécula del aire inmóvil, y sin nada que decir,
aunque con la certeza de que algo había que decir: “¿Qué
es lo esencial del libro?” Y luego
sin
nada que agregar cuando llegara la respuesta correcta en la forma de
una voz interior que me gritara misterio,
capacidad de conexión, autoridad, conclusión, magnitud,
valor.
(Richard
Ford. Fragmento de “La lectura”, en Flores
en las grietas. Autobiografía y literatura. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. Barcelona,
Anagrama, Col. Panorama de narrativas, 809, 2012)
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