Su
mirada recayó en el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del
mismo modo en que una luz parpadea, así se abrieron las dos hojas de una
ventana. Un hombre, débil y delgado por la altura y la lejanía, se asomó con un
impulso y extendió los brazos hacia afuera. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre?
¿Alguien que participaba? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era sólo una persona?
¿Eran todos? ¿Era ayuda? ¿Había objeciones que se habían olvidado? Seguro que
las había. La lógica es inalterable, pero no puede resistir a un hombre que
quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el
tribunal supremo ante el que nunca había comparecido? Levantó las manos y
estiró todos los dedos.
Pero
las manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras que el otro
le clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos veces. Con ojos
vidriosos aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres, mejilla con mejilla,
observaban la decisión.
–¡Como
a un perro! –dijo él: era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.
(Franz
Kafka. El proceso (traducción de
Andrés Sánchez Pascual), en Obras
completas, tomo I. Barcelona, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, 2002)
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